jueves, 31 de julio de 2014

PASADORES DE FUEGO


Paso del Fuego en San Pedro Manrique
Foto: Desde Soria

 
SAN PEDRO MANRIQUE: LOS PASADORES DE FUEGO Y LAS MÓNDIDAS

Por Manuel Fernández Espinosa

San Pedro Manrique, municipio de la actual provincia de Soria, ofrece sin duda alguna uno de los casos más interesantes para la etnografía peninsular: el Paso del Fuego.
 
La costumbre marca que en la noche de la víspera de San Juan, en la plaza aneja a la Ermita de la Virgen de la Peña, se prenda fuego a una pira cuadrada de leña de roble. Cuando se ha consumido la leña, empleando unas varas que llaman "hoguneros", se extiende con cuidado los restos de la hoguera para formar un andamio de brasas. Los mozos bailan alrededor de la hoguera y cuando todo está dispuesto se realiza el Paso del Fuego.
 
Son una decena o una docena de elegidos para pasar descalzos la alfombra de brasas. La mayor parte de los "pasadores" son varones y pertenecen a la comunidad local de San Pedro Manrique: lo hacen por cumplir promesa a la Virgen de la Peña y pasan el corredor de ascuas solos, o llevando a cuestas a alguien (casi siempre a la mujer). No se impide que la forestería pruebe a pasar el brasero pero parece que, por alguna razón, los visitantes que osan pisar el pasillo de fuego terminan quemándose. Los pasadores autóctonos no experimentan quemaduras.
 
Podemos relacionar esta ancestral tradición del "Paso del Fuego" con lo que ha sido estudiado como "dominio del fuego", uno de los poderes que se atribuye a lo que valga llamar "chamanismo". Mircea Eliade estudió este asombroso "dominio del fuego" en sus múltiples modalidades, allegando testimonios en todo el mundo: desde el chamanismo siberiano hasta las tribus amazónicas y africanas. Puede decirse que el "don" de pasar el fuego sin quemarse está extendido en las antiguas prácticas de todos los pueblos del planeta. Eliade recordaba que "un rito de pasaje colectivo sobre el fuego sobrevive todavía en ciertas regiones de Grecia: aunque integrado en la devoción cristiana popular, el rito es incontestablemente arcaico; no sólo precristiano sino quizá preindoeuropeo" *. Eliade puede estar refiriéndose al Paso del Fuego que se realiza en la playa de Agia Eleni (Grecia) que tiene lugar en las postrimerías de mayo. Allí los "pasadores" portan iconos de San Constantino y Santa Helena. Tal vez Eliade (que escribe en 1953) todavía no hubiera tenido información de San Pedro Manrique.
 
Es llamativa esta tradición inmemorial, pero tiene un complemento a la mañana siguiente, ya día de San Juan: las Móndidas. Sobre el origen de las "Móndidas" hay discrepancias: algunos afirman que pueden ser vestigios de las sacerdotistas celtibéricas y otros sostienen que representan a las vírgenes del tributo de las cien doncellas que los pueblos tenían que ofrecer al rey moro y que salen en las fiestas (no solo de San Pedro Manrique) para conmemorar la batalla de Clavijo. En San Pedro Manrique son tres las Móndidas. Éstas son ataviadas por sus azafatas y parentela femenina (sin admitir en la casa la presencia de varones mientras se compone la muchacha que saldrá como "móndida"). Visten traje blanco, como símbolo de pureza y virginidad y cada una portará sobre la cabeza el "cestaño" (un canasto) que contiene dos roscos y tres panecillos alargados. Para hacerse una idea del protocolo, valga leer este interesante texto de D. Antonio Ruiz Vega: La fiesta de las Móndidas en San Pedro Manrique.
 
 
* "Experiencia sensorial y experiencia mística entre los primitivos", texto que forma parte del libro "Mitos, Sueños y Misterios" de Mircea Eliade, publicado en español en la Colección Paraísos Perdidos, Grupo Libro 88, traducción de Mariana de Alburquerque.

lunes, 28 de julio de 2014

COFRADÍAS GUERRERAS DEL LOBO EN LA PENÍNSULA IBÉRICA

 
 
LA INICIACIÓN LICANTRÓPICA
 
Manuel Fernández Espinosa
 
El Lobo ocupa un lugar preferente en los cuentos folklóricos de todos los países europeos. Si nos remontamos a edades más remotas podemos ver al Lobo divinizado o demonizado, según las creencias religiosas de comunidades tan diversas como la romana o la germana.
 
En Roma la ligazón religiosa con el lobo ya se establece con su mismo mito fundador que cuenta que Rómulo y Remo fueron amamantados por la Loba Luperca. Entre los romanos existieron también los "Luperci" (Lupercos) que formaban un cuerpo sacerdotal cuyos miembros se iniciaban internándose en el bosque, imitando al lobo y sobreviviendo de la caza. En la mitología nórdica, el monstruoso lobo Fenris, cuando llegue el Ragnarök (el fin de los tiempos) romperá la prisión en que está confinado en el inframundo y devorará al sol. En la cultura guerrera escandinava encontramos a los "Úlfhednar" wikingos* que, vestidos con piel de lobo, entraban en combate en trance místico, convertidos en lobos u osos (Berserker) de Odín.
 
En la Península Ibérica, el Lobo llegó a ser adorado como una divinidad. Según José María Blázquez, en Candeleda (Ávila) existen en un paraje todavía llamado Portoloboso los rezagos de un ancestral santuario dedicado a Vaelico (divinidad autóctona que etimológicamente se relaciona con el lobo: uailos). Pero no es algo aislado en un ámbito étnico peninsular, es algo que puede hallarse en toda la Península Ibérica. Podemos hallar vestigiosos arqueológicos que representan al Lobo en vasos ibéricos como los de Cabecico del Tesoro (Albacete) y Tossal de Manises (Alicante); en sur también proliferan las representaciones más variadas, así las cuatro cabezas de lanza de carro cuyas broncíneas conteras terminan con cabezas de lobo de fauces abiertas que se encontraron en 1860 en el Cortijo de Maquiz (Jaén) o el sarcófago de Illiturgi (Jaén), forrado en su interior con piel de lobo, o la cabeza de lobo del conjunto escultórico de Cerrillo Blanco (Porcuna, Jaén) son buenos testimonios de la notable presencia del lobo, bien en su carácter divino o funerario desde norte a sur y desde oeste al este.
 
Según Mircea Eliade que un etnónimo tenga su raíz en el nombre de un animal indica una vinculación religiosa con dicho animal y está constatada la existencia de tribus peninsulares cuyo gentilicio contenía la palabra "lobo", así los Lou-Keritioi y los Lucenses. Diodoro afirmaba que los lusitanos y otros pueblos peninsulares vivían de la rapiña, formando lo que la historia de las religiones y la antropología denomina "Männerbünde" (sociedades de hombres, de carácter secreto e iniciático en las que sus integrantes eran iniciados en la guerra). Estamos ante la licantropía tribal que, más tarde, en la subcultura contemporánea, daría el icono del Hombre-Lobo. Se suponía que los iniciados en estas cofradías guerreras vivían como lobos durante un tiempo, practicando el pillaje vestidos con piel de lobo que, mágicamente, le concedía la fuerza y las cualidades del ancestral licomorfo. En este aspecto es interesante la estela cántabra que representa a un guerrero cubierto de piel de lobo o la coraza de Elche con una cabeza de lobo sobre el pecho.

La milenaria tradición guerrillera y bandolera de nuestros antepasados habría que entenderla desde estos presupuestos.
 
 
 
* A veces se asimila el  guerrero odínico "Úlfhednar" al también guerrero odínico "Berserker", pero desde un punto de vista etimológico habría que establecer diferencia entre el "Úlfhednar" (relacionado con el lobo como se desprende de su raíz "Ulf": "der Wolf" en alemán) y el Berserker que lo estaría con el oso ("Ber": "der Bär" en alemán).
 
Foto
Escultura de Torso de Guerrero con coraza (cardiofilax) decorado con cabeza de lobo. Museo de la Alcudia (Elche, Alicante)

 

sábado, 26 de julio de 2014

LA BRUJERÍA Y LAS BRUJAS DEL SANTO REINO DE JAÉN.








Por Manuel Fernández Espinosa.



INTRODUCCIÓN: EL MÁGICO REINO DE JAÉN.

 
La actual provincia de Jaén fue denominada desde los antiguos tiempos medievales "Santo Reino", y todavía hoy resulta frecuente que al nombre de la provincia le anteceda esta aposición. Es común pensar que este apelativo se debe a la señera figura de su reconquistador, el rey Fernando III de Castilla, el Santo. Desde su liberación del poder musulmán, la provincia de Jaén tuvo el estatus de "reino" -según la antigua organización administrativa de los territorios de la corona española, nomenclatura administrativa que estuvo vigente hasta la división provincial de España operada por Javier de Burgos en 1833. Empero los reinos de Córdoba y de Sevilla también fueron reconquistados por Fernando III el Santo, y a ninguno de los dos se le adicionó el título de "santo" nunca.

He encontrado otra explicación para el origen de este apelativo de "Santo Reino", aplicado a la provincia de Jaén. Esta otra explicación, desconocida hasta la fecha, es de índole ocultista. Y la puedo fundar en la tradición que nos proporciona el mago decimonónico Eliphas Levi (el sedicente abate Constant que nunca fue abate). En su libro "Dogma y ritual de la alta magia" Eliphas Levi nos cuenta que los antiguos llamaban a la magia "Sanctum Regnum" o "Regnum Dei" (o sea, Santo Reino, Reino de Dios).

En este sentido obran muchas razones históricas que nos aclararían que el Santo Reino de Jaén es, según los ocultistas, un territorio sagrado y mágico. Jorge Luis Borges, en "La cámara de las estatuas", relato incluido en su "Historia Universal de la Infamia", nos evoca uno de los mil cuentos nocturnos de Serezade. Dicho cuento nos habla del mágico lugar donde, además de encontrarse los codiciados tesoros de Salomón, se hallaba un conjunto estatuario que revelaba simbólicamente el catastrófico destino del último rey de los Godos, Don Rodrigo. Entre las ciudades candidatas para ser depositarias de tesoro tan preciado figuraban -según Serezade y su exégeta Jorge Luis Borges- Lebtit, Ceuta y Jaén.

Los tradicionistas ibéricos cristianos que tocan el tema (las crónicas medievales, Pedro del Corral -siglo XV-, o mi antepasado Pedro de Escabias en su "Repertorio de Príncipes de España", también del siglo XV) sitúan, sin género de dudas, esa cámara de las estatuas en la toledana Cueva de Hércules, lugar iniciático por excelencia. ¿Pero qué hacían esos tesoros salomónicos en Toledo?

Los godos habían ocultado en la Cueva de Hércules, de Toledo, el botín que habían hecho en la conquista de Roma, adonde los habían llevado las legiones de Tito, el destructor y saqueador del Templo salomónico. Después fueron los mismos godos los que trajeron el tesoro a Toledo, ciudad en la que asentaron la capitalidad de la Gothia hispánica.

Ni el tesoro ni la cámara de las estatuas estaban originariamente en Jaén -tal y como el cuento de las mil y una noches apuntaba entre otras ciudades. Estaba en la cueva (castillo, y, en algunas otras fuentes, palacio según varios cronistas) de Hércules. Entonces, ¿qué tiene que ver Jaén con todo esto?

El investigador y novelista contemporáneo Juan Eslava Galán nos proporciona en su libro "El enigma de la Mesa de Salomón" una sugerente hipótesis por la que cabe suponer que, tras la invasión de España y conquista musulmana de Toledo, los tesoros de Salomón fueron traídos por los mahometanos a la provincia de Jaén, en donde los ocultaron convenientemente en algún lugar ignoto del territorio de la actual provincia de Jaén. Al ser tesoros mágicos, no ha de extrañarnos que el lugar fuera calificado con posterioridad como Santo Reino (Reino mágico).

Algunas sociedades secretas (tanto masónicas como eclesiásticas) buscaron denodadamente, según Eslava Galán, el tesoro de Salomón a través de los siglos. La novela "La lápida templaria" que se debe muy posiblemente al mismo Juan Eslava Galán (pero que, por razones editoriales, éste firma con el pseudónimo Nicholas Wilcox) es un resumen fabulado sobre este episodio de la historia secreta de la provincia de Jaén.

También es digno de señalar que en la ciudad de Martos, a unos kilómetros de la capital del Santo Reino de Jaén, se encuentra la famosa peña de Martos, donde desde la antigüedad pagana se veneraba a Hércules. Martos tenía otra "cueva de Hércules", tal y como Toledo.

Como podemos comprobar, con solo un vistazo, la provincia de Jaén cuenta con muchas credenciales como para ser provincia mágica de primer rango. Entre muchas más razones podemos destacar las recurrentes visitas de D. Enrique de Villena (1386-1434) que fue nigromante, alquimista y Maestre de la Orden de Calatrava, y cuya asombrosa vida y obra mereceren un capítulo aparte.

Apuntadas algunas de las bases míticas e históricas por las cuales la provincia se hace acreedora del título de Santo Reino, que repetimos, según la tradición ocultista equivale a la Magia, quiero ahora ocuparme, siquiera escuetamente, de ofrecer algunas noticias sobre la brujería autóctona de Jaén en el período de la historia moderna (siglos XVI-XVII).



LAS BRUJAS DE JAÉN.



El profesor Luis Coronas Tejada ha estudiado con rigor profesional la historia de las intervenciones del Santo Oficio de la Inquisición en la provincia, a través del material documentístico que ha sobrevivido, documentación a la que él ha accedido a lo largo de dilatados años de estudio. Las conclusiones de D. Luis Coronas Tejada se encuentran en su libro "La Inquisición en Jaén". No obstante, el propósito del erudito catedrático no era el de ahondar en la brujería ni en la magia, sino el de investigar y ofrecer una relación sobre las actuaciones de la Inquisición española en la provincia, objetivo que logra meritoriamente. De su libro extraemos las noticias que a seguido narraremos, pero a las que añadiremos un sucinto comentario de nuestra propia cosecha que ilumine el lado oscuro de algunas prácticas que aparecen consignadas en la historia de la brujería.



ISABEL DE MOYA, ADEPTA PRACTICANTE DE LA FABAMANCIA.



Siglo XVII. Su nombre es Isabel de Moya y vive con su hermana Francisca de Vera. Eran naturales del lugar de Jamilena (un pueblecito perteneciente a la encomienda calatrava de Martos, actualmente es el municipio de menor territorialidad de toda España). Pero ambas hermanas residieron en la capital de Jaén, en donde hemos de suponer que Ana de Ortega, una vecina de Jaén, les había enseñado ciertas artes mánticas y hechiceriles.

En el año 1572, viviendo todavía en Jaén, Isabel de Moya se escapa del castigo del brazo secular, después de incoársele un proceso por hechicería. Los cargos por hechicería los comparte con sus vecinas Benita de Vilches y Ana Gutiérrez. No obstante, aunque quedó comprobado que las tres realizaron "ciertos hechizos" no habían invocado para ello a los demonios. Este particular se hace anotar, siempre según lo que nos transmite Coronas Tejada, en la visita del inquisidor Antonio Matos de Noroña.

En 1623 Isabel de Moya es nuevamente acusada. Esta vez el delito de la reincidente consiste, según la acusación que se vierte contra ella, en practicar conjuros "con habas". Parece ser que se trataba de una práctica adivinatoria en la que se arrojaba una docena de habas, seis con coronillas y seis descortezadas. Las habas con coronilla semejaban hombres, mientras que las descortezadas remedaban mujeres. Dependiendo de como cayeran, se establecía el vaticinio. Si una vez echadas las habas, las unas se acercaban a las otras eso era seña de que había correspondencia amorosa para la parte consultante.

Esto constituía de suyo, tal y como constituye hoy en día, una práctica ilícita según la doctrina de la Iglesia Católica. Aunque nos pueda parecer que no pasaba de ser una superchería, una niñería propia de personas incultas, en el fondo, de lo que se trataba era de adivinar -y, por lo tanto, se explicitaba la voluntad de poder. (Para conocer de primera mano, sin recurrir a los tópicos más usuales, la doctrina católica sobre la magia y la adivinación, el lector puede consultar el Catecismo de la Iglesia Católica, en su parágrafo 2116.)

Pero el "inofensivo juego" de Isabel de Moya tenía una parte más escabrosa. Para que el método adivinatorio de las habas fuese efectivo, parece ser que, según los documentos del auto inquisitorial, previamente había que ir a Misa a la hora de elevar la Hostia Consagrada, y ante la Presencia Eucarística renegar, y no sólo en el fuero interno sino en un murmullo, del Cuerpo de Cristo diciendo: "No creo en vos, creo en las habillas" (sic). Isabel de Moya aseveraba que podía conocer los sentimientos amorosos de sus cliéntulos, así como que con sus conjuros podía atraer hombres a su voluntad y perjudicar a otras personas con sus maleficios. Para su mayor desgracia, a la acusación por hechicera tampoco la venía a ayudar mucho la vida licenciosa que llevaba, pues siendo viuda era notorio entre sus vecinos que se hallaba amancebada con un individuo. Pero otra vez, la bruja se escapó de milagro, pues volvió a negar que ella invocara a los demonios para practicar sus hechicerías.

El inaudito método mántico que practicaba Isabel de Moya en la Jaén de principios del siglo XVII, merece un comentario. No tiene que asombrar a nadie el uso mántico de las habas -a primera vista, vulgar. Muchos elementos culinarios son usados por diversas mancias. Así, la aleuromancia (que se sirve de la harina), la alomancia (que hace lo propio con la sal), la alphitomancia (que usa pan de cebada), la cafeomancia (a través de los posos del café), la cromnlomancia (sirviéndose de las cebollas), la dafnomancia (que lo hace con hojas de laurel), la oomancia (que usa la clara del huevo), la tiromancia (que pretende adivinar con trozos de queso). El mundo vegetal también está presente en otras mancias, aunque no sea en su vertiente comestible, como podemos constatarlo en la sycomancia (que usa las hojas de higuera).

Tal vez sea el primero en acuñar el término de "fabamancia". Creo que es el vocablo más ajustado según la lengua castellana para la adivinación por habas que practicaba Isabel de Moya. La fabamancia vendría a ser una suerte de mancia vegetal que esperaba su vaticinio del resultado de las habas arrojadas.

La noticia que nos transmite el proceso inquisitorial sobre el arte mántica que practicaba la susodicha Isabel de Moya es interesante desde el punto de vista del antropólogo y, qué duda cabe, también constituye un motivo de reflexión para el estudioso del esoterismo y el ocultismo.

Es archisabido el tabú que pesaba en la escuela pitagórica sobre las habas. Diógenes Laercio en su "Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres" nos cuenta que Pitágoras prohibía la ingesta de habas a sus discípulos. Según Aristóteles, Pitágoras dedicó todo un libro a las habas (el intitulado "De las habas"), y pensaba que la abstinencia de habas que preconizaba Pitágoras se podría deber a ciertas razones que el Estagirita apunta: "...o porque semejan a las partes pudendas, o las puertas infernales (pues carece de nudos), o porque corrompen, o porque sirven en el gobierno oligárquico eligiendo por medio de ellas."

Como vemos, la fabamancia se puede remontar a remotos métodos de elección política (en la oligarquía, según testimonio de Aristóteles, se empleaban habas para la elección de los cargos). Asimismo es de subrayar que los servicios mánticos concretos que prestaba Isabel de Moya tenían claras connotaciones eróticas y sexuales, no sólo en los objetivos que buscaba. (Recuérdese que usaba las habas para establecer pronósticos adivinatorios sobre la suerte amatoria del consultante, pero además las habas también se agrupaban en dos conjuntos de seis que se diferenciaban por la coronilla y por la falta de este apéndice: la coronilla venía a ser el signo diferenciador con resonancias fálicas.) En la fabamancia que practicaba Isabel de Moya es rastreable el vestigio de las arcaicas creencias pitagóricas que, según Aristóteles, habían establecido la analogía entre las habas y las partes pudendas relacionadas con las funciones reproductivas de la especie.

Es interesante también el número de habas que empleaba nuestra bruja: doce. Se trata del Dodecanario, cuya figura geométrica es el dodecágono, muy próximo al círculo. Además, doce son los signos zodiacales, doce son las tribus de Israel, doce son los apóstoles de Jesucristo, doce los caballeros de la Mesa Redonda del Rey Arturo, y, en la historia, doce son los Pares de Francia. Saint-Yves apunta también que en los grupos humanos que se hallan situados en la vía de la tradición simbólica, "el círculo más elevado y próximo al centro misterioso se compone de doce miembros que representan la iniciación suprema".

Isabel de Moya tal vez ignorase todas estas precisiones y predecentes esotéricos eruditos, pero estaba practicando un arte adivinatorio tan antiguo como los orígenes de la filosofía europea.



LAS BRUJAS Y EL AMOR.



Las antiguas brujas del Santo Reino de Jaén que conocemos gracias a lo que se nos ha conservado sobre los procesos de la Inquisición, no parecen que tributaran una particular adoración a Satanás, aunque lo invocaban junto a Barrabás en impía y blasfema promiscuidad con la invocación de la Virgen María en su advocación de Nuestra Señora de Belén, así como con la invocación de algunos otros santos como Santa Bárbara. De todas formas, lo que destaca de las brujas de Jaén es su dedicación hechiceril a la resolución de conflictos amatorios.

Aunque el amor tenga mucho de "magia", al menos en el sentido más vulgar de sus acepciones, si algo en el mundo puede entrar en conflicto con la magia es el auténtico Amor. En tanto que la magia constituye el intento -exitoso o no- de forzar mediante métodos ilícitos lo que sólo cabe esperar sin el auxilio de entidades preternaturales (ocultas fuerzas de la naturaleza como pueden ser los elementos o estas fuerzas personalizadas en los demonios). Según su hagiografía, San Cipriano (antes de su conversión al cristianismo) practicaba la magia negra. Quiso atraer a una joven cristiana con sus malas artes, pero el nigromante Cipriano pudo comprobar que la Cruz de Cristo bajo la que se había puesto la joven cristiana no se sujetaba a sus hechizos. Reconociendo el poder de la Cruz, el hechicero se convirtió al cristianismo.

El Amor es la sede por antonomasia del libre albedrío: la persona que ama a otra la ama sin que ese movimiento amoroso pueda ser forzado. Pero el lector no ignorará la confusión que se produce entre amor y sexo. En este aspecto, desde la más remota antigüedad las brujas, confundiéndose con las alcahuetas (la obra clásica de "La Celestina" nos ofrece un ejemplo) han ejercido un papel de intermediarias entre personas que requieren sus malos oficios para lograr el goce sexual con la persona deseada.

Pero también se las acusaba, a las brujas, de practicar rituales eróticos heterodoxos y, a veces, aberrantes en lo que se llamaba "aquelarre". ¿Qué relación puede tener la magia con el sexo? Aun a riesgo de vulgarizar cuestiones que sólo pueden ser comprendidas después de mucho estudio e incluso práctica (que no recomendamos por su intrínseca peligrosidad), podemos aludir a las confesiones de un ocultista de la talla del alemán Arnold Krumm-Heller (1876-1946) que sobre el particular declaró en una de sus conferencias: "...que para mí en la vocalización, en el uso de los mantras y la oración, mediante el despertar de las secreciones sexuales, reside el único camino de llegar a la meta y todo lo demás, que no sea por aquí, es perder lastimosamente el tiempo". Lo que Arnold Krumm-Heller describía eran las fases de una operación mágica practicada en algunos círculos ocultistas: en primer lugar, la vocalización (evocación lo más perfecta posible de las fuerzas ocultas) que simultáneamente ha de correr pareja a la profunda meditación (oración), y todo ello a la vez que se estimulan las "secreciones sexuales".

Al igual que en el ocultismo, lo que se pretendía en aquellos aquelarres de brujas, auténticas orgías sexuales, era propiciar un estado de conciencia alterado -diría la psicología dogmática-, lo que en términos ocultistas es muy parecido a lo que se logra en ciertas prácticas hindúes, como son el tantrismo de la mano izquierda que busca la excitación de la fuerza mágica con sede en el interior de todo hombre y mujer, llamada por los hindúes "kundalini".

A lo largo de la historia, una de las intenciones que han movido a los magos y magas de todas las épocas ha sido, precisamente, la de forzar de manera ilícita el amor, en cuyos feudos radican los fueros de la libertad personal. Se trata de un delito que no podemos calificar de otro modo que satánico. Y es que, en correcta lógica y buena moral, nadie debe violar el fuero interno de la persona. Sin embargo, los brujos y brujas no sólo tratarán de averiguar si el amor que demanda su eventual clientela es correspondido o no (por artes adivinatorias), también tratarán de "forzarlo" mediante el hechizo que a veces es llamado "ligamento". Cornelio Agrippa de Nettesheim nos ofrece algunas pistas en su "Filosofía Oculta".

En la tradición popular existe una palabra para una modalidad específica de "ligamento" que, por cierto, tuvo que ser muy empleada en el territorio de la provincia de Jaén. Nos referimos a lo que en algunos pueblos se llamaban "aliñados". Los "aliñados" solían ser hombres que habían perdido sus facultades volitivas, su voluntad había sido anulada, según se creía por efecto de un hechizo llamado el "aliño". "A éste lo han aliñado..." decían y todavía dicen los viejos. Este hechizo podía ser aplicado por la mujer que pretendiera someter la voluntad de ese hombre. Para ello se recurría usualmente, según creencia popular, a mezclar una porción considerable de residuos menstruales de la mujer en cuestión con alguna bebida que se preparara para el malhadado. Si el hombre bebía aquel nefasto bebedizo, su voluntad pasaba a estar sujeta a los dictámenes de la mujer.

La hechicera más famosa de todo el reino de Jaén en el siglo XVII no fue, ni mucho menos, la pobre echadora de habas que ha merecido nuestro interés más arriba. La más célebre fue, según el criterio del estudioso Coronas Tejada, Ana de Jódar, vecina de Villanueva del Arzobispo que no dudamos que fuese una experta en "aliños".

Acusada de "hechicera, embustera e invocadora de demonios, con los cuales tenía pacto y los consultaba", ayudó a una vecina suya a maleficiar al esposo de ésta. Para ello aconsejó el método hechiceril que lograse dar con el pobre esposo desamado en la fosa. Parece ser que esos nefandos métodos brujeriles procuraron que el pobre hombre se fuera secando poco a poco. Fue Ana de Jódar la que también hizo los oficios hechiceriles a esta mujer liviana, a través de los cuales pudo atraer a los hombres a voluntad, llevándolos a su lecho adulterino.

Parece ser que las malas artes de encantamiento no funcionaron con uno de los hombres que la ardorosa cliente requería de amores. La bruja alegó que el hombre que se le escapaba al influjo de sus métodos de brujería era sacerdote. Las artes mágicas parecían no tener potestad sobre las órdenes sagradas que había recibido el sacerdote. La historia de San Cipriano se volvía a repetir: la Cruz de Cristo era invulnerable a las asechanzas mágicas.

A pesar de estos delitos, la sentencia que emitió el Santo Oficio de la Inquisición para Ana de Jódar no pasó de la vejación pública que de la rea se hizo, administrándole doscientos azotes en el auto de fe que se verificó en Córdoba. Unos cuantos latigazos más se le darían en Villanueva del Arzobispo. Y como colofón, Ana de Jódar fue desterrada de su pueblo por seis años. Aunque supuso un castigo severo -en cuanto a los azotes, que podemos imaginar que no se trataron de cosquillas- es de destacar que por menos de lo que se le atribuía a Ana de Jódar, las inquisiciones contemporáneas de cuño protestante de Europa y América la hubieran quemado viva en la hoguera (recuérdese el famoso caso de las brujas de Salem).



UNA BRUJA DE ALCALÁ LA REAL.



Por esos tiempos en que ejercían el oficio brujeril en el reino de Jaén las más arriba mencionadas, encontramos el proceso de una mujer de Alcalá la Real. Su nombre es María Montes, que a la sazón, cuando es incoado proceso contra ella, contaba con más de cien años de edad. Esta longeva bruja, nos resistimos a pensar que hiciera pacto con el diablo para llegar a tan venerable edad, fue condenada al destierro por cuatro años. La Inquisición, haciendo alarde de mucho sentido común y humanidad, la eximió de los azotes por la sencilla razón que podemos suponer: a esa edad no hubiera resistido un castigo tan duro.



LA LEYENDA NEGRA DE LA INQUISICIÓN ESPAÑOLA.



En efecto, aunque todos los tribunales inquisitoriales nos aterren y merezcan nuestra reprobación desde la mirada que nos proporciona la altura de los tiempos, es de justicia que hagamos de notar que la mala fama que sobre la Inquisición española pesa es obra inicua de la Leyenda Negra que se vertió sobre la católica España. Nuestra nación fue durante mucho tiempo objeto de todos los ataques de las potencias protestantes y cismáticas de Europa. Las imprentas de Amsterdam, a sueldo del oro de Inglaterra, eran las primeras interesadas en desprestigiar a España, acusando a nuestros antepasados de fanáticos oscurantistas, cosa que parecen haberse creído muchos españoles contemporáneos desinformados.

La historia (los trabajos de D. Julio Caro Baroja, por ejemplo) demuestra que los inquisidores españoles eran hombres formados que no carecían de cierto escepticismo e incredulidad sobre los supuestos pactos diabólicos de las brujas, cosa que los prevenía ante muchos casos que no pasaban de ser mera histeria colectiva o patologías psiquiátricas de sus convictos. Mientras tanto, la historia muestra que los inquisidores protestantes eran mucho más crédulos y fanáticos, y tanto más bárbaros que sus homólogos españoles.

Los actos de barbarie que se imputarían a la Inquisición española son en buena parte fábulas interesadas y sesgadas que, en la literatura de propaganda protestante se llevaron hasta el delirio paroxísmico. Los ilustrados y racionalistas hombres europeos y euroamericanos, desde Kant hasta E. A. Poe, especularían mórbidamente sobre los autos de fe de la Inquisición española, mientras pocos son los que hacen el ejercicio de estudiar y recordar que las inquisiciones -protestantes- no se quedaban mancas, sino que tenían el brazo mucho más largo y contundente. Pero, eso, será cuestión de otro artículo.

viernes, 25 de julio de 2014

EL SISTEMA HIDRÁULICO MÁS ANTIGUO DE EUROPA

Motilla del Azuer (foto del blog Ciudad Real visto por Antonio Moreno)

LA CULTURA DE LAS MOTILLAS MANCHEGAS


Por Plinio Montesinos Pavón
(DesdeTomelloso)

Los manuales escolares de Sociales e Historia reiteran con cansino fastidio que los árabes destacaron en la instalación de sistemas hidráulicos durante su ocupación de España; lo que podemos leer repetidamente es algo parecido a esto: "Uno de los ámbitos en los que los árabes destacan con mayor esplendor es el campo de la hidráulica [...]. Así sucedió en al-Andalus, en donde adecuaron el espacio con nuevas zonas de cultivo, prepararon y establecieron la disposición de las nuevas tierras, y crearon nuevas técnicas de irrigación a través de una compleja ingeniería hidráulica que aún perdura, a pesar de que en determinados lugares se empieza a observar su desaparición" (Pabellón de al-Andalus y la Ciencia).

Es clara la intencionalidad propagandística que se desprende de todos estos eslóganes y fácilmente puede desmontarse el exagerado énfasis que se pone en todo cuanto, por lo visto, tenemos que agradecer a 800 años de tiranía.
 
Desatendiendo tantas otras etapas históricas, ignorando olímpicamente otros vestigios arqueológicos que no son árabes tenemos que al final todo pareciera que se lo debemos a los árabes... Será que el acueducto de Segovia no era romano. A los romanos no les hizo falta ninguna aportación árabe para saber aprovechar el agua y dejaron en pie sus monumentales acueductos, puentes, baños, etcétera. Y antes de que Roma civilizara la Península Ibérica hay otras culturas autóctonas que, pese a su antigüedad, tampoco tuvieron necesidad alguna de los presuntos ingenios árabes para aprovechamiento de los recursos acuíferos.
 
Es lo que está dando por resultado las investigaciones que se están realizando sobre la Cultura de las Motillas. Esta cultura se localizó en la Mancha y su sedentarización se fecha aproximadamente 2200-2000 años antes de Cristo. A la Cultura de las Motillas también se le ha llamado Bronce Manchego y se piensa que es contemporánea del Bronce Levantino y del Argárico. Se llama Cultura de las Motillas por caracterizarse por sus asentamientos que se emplazan en altozanos de la llanura manchega y reciben el nombre de "motas" o "motillas"; las excavaciones arqueológicas han confirmado que se trataba de poblaciones protegidas por anillos concéntricos de murallas. Entre los yacimientos que se han localizado de esta antiquísima cultura peninsular cabe mencionar el Cerro de la Encantada (Granátula de Calatrava) o Motilla del Azuer (Daimiel), ambos en la actual provincia de Ciudad Real.

El Instituto Geológico y Minero de España (IGME) emprenderá próximamente una investigación en profundidad sobre el sistema de captación de agua subterránea que realizaba la Cultura de las Motillas y, según piensa el IGME, éste puede ser el "más antiguo de Europa". Con el IGME colaborarán especialistas en arqueología de la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia). El estudio será multidisciplinar, puesto que también participará personal del CSIF (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) y del IAC (Instituto Astrofísico de Canarias).

Ver: LANZA DIGITA "El IGME estudiará la cultura de las motillas castellano-manchegas".





 
 

jueves, 24 de julio de 2014

CHARROS, GAUCHOS Y CHIRRIS



 
 
UN RASTREO ETIMOLÓGICO
 
 
Por Manuel Fernández Espinosa
 
 
El tema es tan amplio que no podrá ser despachado con este breve comentario, pero sí creo que puede servir como aproximación, a la vez que de motivo de inspiración para que otros puedan desarrollarlo como merece.
 
El vocablo "charro" se emplea en la Península Ibérica y en América.
 
Según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, "charro" se usa para referirse al "Aldeano de Salamanca, y especialmente el de la región que comprende Alba, Vitigudino, Ciudad Rodrigo y Ledesma"; su uso se ha generalizado en nuestros días hasta comprender todo el territorio de la provincia de Salamanca sin restringirse al propiamente denominado "Campo Charro"; así también se denomina "charro" todo lo típico y tradicionalmente salmantino, pues no sólo se usa como gentilicio sino que también se emplea para todo lo "perteneciente o relativo a estos aldeanos": de tal manera que podemos hablar de "traje charro" para los vistosos vestidos de hombre y mujer "charros", como para cualesquiera de los enseres tradicionales y más característicos de la provincia: dígase por caso el "botón charro".
 
También se aplica el vocablo "charro" en México, designando al avezado y hábil jinete autóctono que se empleaba sobre todo en faenas ganaderas. Por extensión, en México también se habla de caballos "charros", de traje "charro", incluso ha venido a hablarse de la "charrería", considerada como deporte nacional.
 
Por último, también en Iberoamérica, registramos el empleo del término "charro" en Honduras, donde se le llama "charro" a un sombrero común, ancho de falda y bajo de copa.
 
En cuanto a la etimología del vocablo "charro", la RAE sostiene que "charro" proviene del euskera "txar" (que significa "débil, defectuoso"), sin embargo no faltan los que sostienen que su raíz hay que buscarla en la palabra mozárabe "chauch" que significa "pastor" y "caballista". Es interesante señalar aquí que la palabra "gaucho" también podría provenir del mismo mozarabismo, como indicaron Emilio Honorio Daireaux o Federico Tobal; muy probablemente la localidad granadina de Chauchina también podría compartir esta remota etimología mozárabe.
 
Para los campesinos de Jaén se empleaba y sigue empleándose el gentilicio "chirri" para denominar al hombre y el de "pastira" para la mujer (según Pascual Madoz, en la primera mitad del siglo XIX a los jaeneses del campo también se les llamaba "pastiris"). El gentilicio "chirri" actúa también como gentilicio (hasta cierto punto hipocorístico) que denota a los que llevan una vida basada en la labor ganadera. En cuanto a la etimología del vocablo "chirri" (como gentilicio de Jaén) hemos leído que proviene del "chirriado" de las carretas que llevaban los campesinos para venir de la vega hortelana a la ciudad, aunque otros aseveran que "chirri" es como se le denominaba a las heces del ganado vacuno.
 
Con bastante probabilidad la palabra "charro" está relacionada con el mundo de la ganadería, como se pone de manifiesto en el empleo de vocablos derivados del "chauch" mozárabe, como también puede ser la de "gaucho". Lo que todas las palabras que hemos presentado comparten entre sí es que denominan gentes, tierras, costumbres y utensilios propios de una cultura ganadera de pastores, como lo eran los charros en Salamanca, los charros en México o los chirris en Jaén. 

miércoles, 23 de julio de 2014

NUESTRAS ANCESTRALES DANZAS GUERRERRAS

Danza de Espadas de Leiza (fotografía: blog El Irrintzi).

LAS DANZAS GUERRERAS
Y SACRAMENTALES
 
Por Manuel Fernández Espinosa
 
Cuenta Livio:
 
"Otros dicen que Aníbal hizo elevar una pira a la entrada de su campamento; que el ejército desfiló en formación; que los hispanos ejecutaron sus danzas típicas con los acostumbrados movimientos de armas y de cuerpos".
 
Cuenta Apiano:
 
"El cadáver de Viriato, magníficamente vestido, fue quemado en una altísima pira; se inmolaron víctimas, mientras que los soldados, tanto la infantería como la caballería, desfilaban formados alrededor, con sus armas, y cantando sus glorias al modo bárbaro y no se apartaron de allí hasta que el fuego fue extinguido. Terminado el funeral, celebraron combates singulares sobre su túmulo".
 
El rito de los celtíberos era la cremación del cadáver; la inmolación de víctimas; cantos que glorificaban la vida del guerrero difunto y combates sobre el túmulo. En las fuentes más antiguas -sobre todo romanos- hay copia de datos que documentan las danzas guerreras de los hispanos. Estas danzas permanecen todavía en los pueblos que todavía conservan sus "Danzas de la Espada". Esos pueblos ibéricos que han conservado celosamente sus tradiciones, como el vasco, todavía ejecutan su "espata dantza" en las ricas coreografías tradicionales que varían de localidad a localidad. Guillermo de Humboldt reparó en estas danzas, cuando estuvo en Durango, allá por 1801, y pudo describirlas, concluyendo: "Probablemente esta danza muy antigua fue en otro tiempo una danza de broqueles y correspondía como escuta dantza a la espata dantza. Más tarde se ha desnaturalizado en danza eclesiástica, que sólo danzan hoy muchachos, que tienen un traje a propósito con cascabeles, y sólo para el Corpus" ("Diario del viaje vasco", 1801, traducida por la "Revista Internacional de Estudios Vascos", t. XIV, año 1923).
 
No escapó a la perspicacia del polígrafo alemán el percatarse de que la danza que contemplaba en 1801 provenía de muy arcaicas danzas comunitarias. Y el apunte que hace a la "danza eclesiástica" (con muchachos que para el caso llevan traje a propósito, con cascabeles y para el Corpus) nos insinúa que hemos de relacionar las "Danzas de Espadas" con la tradición, todavía existente en Sevilla, de los Seises.
 
 
Los Seises de Sevilla

 
Es una común opinión la que afirma que los Seises hispalenses tiene su principio en el coro de mozos que Fernando III el Santo fundó para la catedral de Sevilla; estos infantillos bailaban ante el Santísimo Sacramento en la primera procesión del Corpus de Sevilla; iban vestidos de pastorcicos y peregrinos, hasta que con el tiempo mudaron sus indumentas para vestirse con borceguíes, gregüescos y manto, con sombrero y tañendo las castañuelas de marfil. Pero no sólo en Sevilla hubo "Seises", también en Valencia se organizó Danza Sacramental a cargo de infantillos en el Real Colegio e Iglesia de Corpus Christi, fundado por el arzobispo San Juan de Ribera. De vez en cuando hubo oposición de la clerecía a estos bailes que la pía escrupulosidad reputaban como falta de respeto, pero en Sevilla, las quejas de algunos eclesiásticos no tuvieron el éxito que sí tuvieron en Valencia y otras partes. Trasladar las danzas guerreras que pervivían ante el Santísimo Sacramento era la mejor forma que un pueblo catolicísimo, de un catolicismo militante y nunca pacifista, tenía para expresar la mayor de las adoraciones a Cristo Eucaristía, tal y como sus ancestros hacían ante los túmulos de sus Héroes eternos, como Viriato.
 
Las danzas de espadas están extendidas por toda la Península Ibérica, también existen fuera de nuestras fronteras, por lo que no es una característica ibérica en exclusividad; sin embargo, donde mejor se han conservado estas bellas danzas es en los pueblos más refractarios a deshacerse de sus tradiciones y costumbres. D. Julio Caro Baroja ha estudiado las danzas vascongadas y ha llegado a clasificarlas, dando idea de su diversidad, en "Mutil-dantza" (Danza de Mozos), el "Mutxiko", la "Sokadantza", la "Ezpata dantza" guipuzcoana, la "Ezpata dantza" vizcaína, la "Pordon-dantza" (danza de bordones), la "Brokel dantza" (danza de broqueles), la "Makil dantza" (danza de paloteados)... etcétera. Caro Baroja también apuntaba las coincidencias de algunas danzas vasconas con las gallegas y las catalanas, pero también podrían hallarse estas semejanzas con las "Danzas de Espadas" andaluzas, como la de Puebla de Guzmán, provincia de Huelva (estudiadas por Ángel Acuña y Francisco Javier Santamaría, entre otros).
 
Nuestras Danzas de Espadas son un testimonio indeleble de nuestras venerables y milenarias tradiciones ancestrales. Hemos de resistirnos a perderlas en este mundo cada día más uniforme y feísimo que implanta sus modas absurdas y destructivas sobre nuestros pueblos. Incluso habría que restaurarlas allí donde se han perdido; habría incluso si cabe implantarlas de nueva planta en los pueblos que por desidia y desgracia nunca las tuvieron.

lunes, 21 de julio de 2014

ARTES MARCIALES IBÉRICAS (II)

Una escena de pelea navajera de la popular serie televisiva de "Curro Jiménez",
inspirada en la tradicional arte marcial de gitanos y payos navajeros de la Península Ibérica.


LA ESGRIMA DE NAVAJAS
O
SITRA ACHRA

 

Por Manuel Fernández Espinosa
 

Después de la interesante aportación que hacía nuestro corresponsal portugués, D. Manuel Rezende, sobre el "Jogo do pau", se ha suscitado mucho interés entre nuestros lectores por las artes marciales ibéricas. Es por eso que nos ha parecido muy conveniente indagar y dar a conocer otras artes marciales ibéricas, aun a riesgo de tener que confirmar lamentablemente su extinción. Así es como hemos hallado un curioso "Manual del Baratero, o arte de manejar la navaja, el cuchillo y la tijera de los jitanos", publicado en Madrid el año 1849, en la Imprenta de D. Alberto Goya. El manual aporta una curiosa información relativa a la jerga peculiar de la pelea con navajas. Vaya por delante decir que se entendía por "baratero" aquel "Hombre que de grado o por fuerza cobraba el barato de los jugadores"; era por eso un tipo que tenía que vérselas con morosos o malos pagadores que no siempre estaban dispuestos a satisfacer el pago de la apuesta perdida. En ese caso había que emplear la fuerza y, si el perdedor se resistía navaja en la mano, había que emplear arma blanca.
 
En la primera mitad del siglo XIX, Albacete ya estaba a la cabeza en la fama de sus navajas, pero se habla de otras ciudades y villas donde florecía la fábrica de navajas: "Albacete, Santa Cruz de Mudela, Guadíj [suponemos que se trata de Guadix], Solana, Mora, Bonilla, Valencia, Sevilla, Jaén y otros muchos puntos tienen maestros de herrería, de cuyas manos salen obras mejor acabadas en ese jénero (sic) que las puede producir el extranjero y que recomendamos a los aficionados...".
 
"En Andalucía -sigue diciendo el manual- la llaman la "mojosa", la "chaira", la "tea", y en Sevilla a las de mucha lonjitud las del "Santólio", pero entre los barateros de Madrid y otros puntos es conocida con los nombres de "corte", "herramienta", "pincho", "hierro", "abanico", "alfiler" y algún otro". El vocablo "Santólio" es harto expresivo, pues indica la muerte al evocar el sacramento de la extrema unción (el Santo Óleo) que se suministra al cristiano moribundo. Otros nombres que se elencan tienen más pinta de ser eufemismos.
 
En el libro se describen posiciones y plantas, contragiros, cambios de mano, el "floretazo", el "jabeque o chirlo", el "enfilar", el "desjarretazo", la "plumada" y otras suertes y tretas.
 
Sobre el cuchillo se afirma que era más usado por la marinería y también usado entre presidiarios. Se recomienda que para luchar con el cuchillo, éste "se toma con la mano derecha y de la manera que mejor acomode al diestro; en el brazo izquierdo se lía la capa, chaqueta o manta, o bien se coloca, como lo hacen los barateros, una red de cañas o un cuero de bastante resistencia, con lo que se paran las puñaladas y se cubre la vista del contrario. La planta no es la misma que se usa en el tiro de navaja, pues en el manejo de cuchillo se coloca el diestro con el brazo y la pierna izquierda sacados al frente del contrario". Se aconseja no cambiar de manos el cuchillo, como sí se hacía con la navaja y se tiene como meta el herir el lado contrario del adversario o lanzar el arma con eficaz tiro: "El cuchillo se lanza al cuerpo del contrario estendiéndole (sic) sobre la palma de la mano y con el mango [h]acia fuera".
 
En cuanto a las tijeras se apunta que solo los gitanos empleaban este instrumento como arma "sin duda porque generalmente dedicados al tráfico y comercio de caballerías la llevan consigo para esquilar las mulas y pollinos. Hay también esquiladores aragoneses".
 
"El modo de manejar las tijeras en riña, es igual al del cuchillo que ya hemos explicado; y solo tenemos que añadir que, cogidas por el centro que forman sus cuatro patas cuando están abiertas, la herida que causan es comunmente con las dos puntas, y siempre mortal".
 
Más adelante se explican particularidades de los "barateros", distinguiéndose entre barateros de tropa, de la cárcel y de la playa. En el mundo este "arte de lucha con navaja" pasa por ser español, aunque deportivamente se emplea en la actualidad el nombre de "Sitra Achra". Este nombre de "Sitra Achra" no parece español, pues es una noción cabalística que viene a significar "la cara oscura de lo divino". Como "Sitra Achra" se practica este deporte en la República Checa, reconociéndose su origen en España. Es en la República Checa donde "Sitra Achra" (o la lucha española con navaja) tiene a uno de sus exponentes más sobresalientes a día de hoy: Martin Cibulka.
 
Servimos dos enlaces que a buen seguro podrán interesar al lector:
 
 

jueves, 17 de julio de 2014

CATALUÑA ES ESPAÑA

 
 
 
 











D. Claudio Sánchez-Albornoz y Menduiña (Madrid, 7 de abril de 1893 - Ávila, 8 de julio de 1984) es uno de los más grandes historiadores españoles del siglo XX y, sin duda alguna, el mejor medievalista español del siglo. Ministro con la Segunda República Española, se vio obligado a exiliarse tras la victoria franquista y llegó a ser presidente del Gobierno de la Segunda República en el exilio desde 1962 a 1971. Llama poderosamente la atención que un hombre de la talla intelectual y moral de Sánchez-Albornoz que, incluso sufrió el exilio, haya sido marginado en las proporciones en que lo ha sido D. Claudio Sánchez-Albornoz. Su obra ha sido silenciada y ha quedado restringida a minorías eruditas; entre otras cosas, haremos bien en pensar que su frontal oposición a las teorías de Américo Castro (que tan convenientes eran a los intereses de la transición democrática española) pusieron a la obra de Sánchez-Albornoz en cuarentena. Es una injusticia la que se ha hecho con la obra y la prominente figura de este republicano. Está visto que hay "republicanos" de primera y "republicanos" de segunda; según los intereses de la dictadura intelectual que prevalece en España desde la instauración de la actual democracia. Algún día abordaremos la figura y obra de Sánchez-Albornoz con la extensión que merece, hoy presentamos este texto del maestro, muy interesante para despejar dudas sobre la españolidad de Cataluña, para los que puedan albergarlas.

 
 
Por Claudio Sánchez-Albornoz
 
 

Ninguno de los pueblos o culturas que llegaron a tierras hispanas en los días remotos de la prehistoria dejó de asomarse, detenerse, asentarse, influir, inundar o saturar el solar primitivo de la Cataluña de hoy. Ni uno solo faltó a la cita que les daba la fértil tierra catalana, situada en uno de los pasos —el más fácil— para entrar o salir de España. En Bañolas (Gerona) se ha hallado la mandíbula de un neandertalense, del mismo hombre del arqueolítico del que se ha encontrado un cráneo en Gibraltar. A Cataluña llegaron los cazadores auriñacenses de la civilización franco-cantábrica y los gravetienses ultrapirenaicos que se extendieron por toda la Península. La llamada cultura de las cuevas o hispano-mauritana subió hasta Pallars y la Cerdaña y cruzó los Pirineos. Si en el neolítico llegaron a España pastores caucásicos, tanto se extendieron por Vasconia y por el Pirineo como por Cataluña. Desde la meseta inferior, a través del macizo ibérico central penetró en tierras catalanas la cultura campaniforme; y por mar y desde la vertiente pirenaica septentrional, la cultura dolménica, que se había propagado también por Andalucía, por las costas atlántica y cantábrica y aun por el interior de la Península. Los almerienses del Argar o protoiberos, que avanzaron por levante y subieron Ebro arriba hasta Vasconia y Cantabria, llegaron también a Cataluña, la ocuparon y, a lo que tengo por probable, penetraron luego en Francia. Por los pasos catalanes entraron en España las gentes de los "campos de urnas", ilirios o preceltas que habían de bajar al Ebro y de subir a la meseta. Por ellos se asomaron después los celtas históricos portadores de la cultura del hierro de Hallstatt; los mismos que por los pasos occidentales del Pirineo inundaron España entera. Y los iberos históricos reconquistaron luego Cataluña, se adentraron en Francia, llegaron hasta el Ródano y volvieron a entrar en España empujados por los galos. Zonaras afirmó que en los Pirineos habitaban pueblos diversos y de lenguas distintas.
 
Con razón calificó de missegetes o mezclados Hecateo a los pueblos que habitaban Cataluña -los cráneos hallados en los sepulcros prehistóricos de la región atestiguan la realidad de tal aserto-. En esos pueblos y en su cultura habían venido a confluir todas las etnias y todas las civilizaciones que habían un día llegado a la Península. Las raíces de Cataluña no remontan por tanto a ninguna singularidad racial o espiritual de las misteriosas edades prehistóricas; como no se quiera ver una singularidad en ese resumir, mezclar y aunar las culturas y las razas todas de Hispania. Son de Bosch Gimpera las siguientes palabras: "En la época primitiva se dibujan ya grandes núcleos meridionales, levantinos, centrales, occidentales y cántabro-pirenaicos, con un cruzamiento de sus diversos elementos en Cataluña". Había sido ésta, así como una síntesis o prefiguración de España antes de que se iniciara ninguna de las etapas históricas que los catalanistas califican de superestructuras deformantes de los pueblos hispanos; es decir antes de que la historia fuera haciendo a España.

 
Como a toda la costa meridional y levantina llegaron también a Cataluña, andando el tiempo, griegos y romanos. La penetración cultural de los colonizadores helénicos no pudo cambiar el sustrato racial y temperamental de los iberos del Sur ni el de los missegetes septentrionales. Grecia matizó, sí, las creaciones artísticas de unos y de otros, pero sólo el nobilísimo amor a su tierra ha podido hacer exclamar a Rovira Virgili que "una centella de la Hélade prendió en el alma de Cataluña". Ni los burgueses de la lejana y norteña Ampurias ni los colonos de las playas alicantinas y murcianas lograron provocar tal prodigio.
 
Fue Roma la que influyó decisivamente sobre los abuelos de los catalanes de nuestros días; tanto, o para decir mejor, más que influyó también, después, sobre todos los otros habitantes de Hispania. Las tribus que habitaban en tierras catalanas lucharon contra Roma con la misma bravura con que luego la enfrentaron los otros hispánicos. Pero después de ser vencidas en las primeras jornadas de la conquista romana, fue en la Cataluña de ahora donde se inició la romanización intensiva de la Península; fueron los catalanes de entonces quienes más ayudaron al éxito político y espiritual de Roma en España y a su explotación integral de la patria hispana, y fue la gran ciudad, umbilicus político y cultural del país, a la sazón, Tarraco, el centro más activo a la par de romanización y de unificación de los peninsulares.
 
Sí; Tarragona fue en verdad el puerto y la puerta de Roma en Hispania. Hijos de las tribus que habitaban en el solar de la Cataluña contemporánea formaron cuerpos auxiliares que ayudaron a los generales romanos a vencer y someter a los vascones, a los celtíberos, a los lusitanos y a los otros pueblos de Hispania. Y en Tarraco se reunieron durante mas de trescientos años, en los "concilio" o asambleas provinciales, los representantes de las ciudades y de las tribus todas de la mayor parte de la Península hispánica; en ellas convivieron anualmente, durante más de tres siglos, gentes venidas de Lugo y de Granada, de Cartagena y de Cantabria, de Vascongadas y de la Mancha, de Braga y del Pirineo aragonés, de Navarra y de Asturias. de la llanura castellana y de los llanos de Valencia, del celtíbero Moncayo y de Sierra Nevada, del Ebro y del Tajo, de Astorga y de Gerona. Roma hizo a Hispania desde la zona catalana de la Tarraconense. Durante los largos siglos de señorío de Roma fue, desde ella y por su intermedio, como se articuló la unidad española. Mucho antes de que Andalucía o Castilla sirvieran de centros catalizadores de la inicial diversidad peninsular había cumplido igual misión la Cataluña de hace dos mil años.
 
Esa misión había ilustrado y magnificado la región tarraconense. ¿La había a la par singularizado en el conjunto de las comarcas hispánicas? El centro umbilical de donde emana la acción unificadora de una comunidad política rara vez se ha dejado ganar por un particularismo diferenciador. Y ningún eco nos ha llegado en verdad de que el señorío de Roma afirmara la peculiaridad histórica del trozo de Hispania que constituía el Conventus Juridicus Tarraconense. El único rasgo que pudo venir a matizar el estilo de vida del pueblo antepasado del catalán de nuestros días fue la acentuación intensiva de su vida económica. Centro político y vital de la romanización y de la unificación de Hispania, Tarraco y su tierra fueron también base nodal de la explotación de la Península por Roma. Y esa nueva, y antes de la conquista romana insospechable, función nuclear de la región tarraconense, desarrolló en los moradores de la costa catalana una actividad comercial y un interés y una devoción por la vida económica que no fue general ni frecuente en las otras tierras peninsulares, con la única excepción de la zona de que Cádiz era capital. San Paciano, obispo de Barcelona, a fines del siglo IV, da testimonio de tal actividad y de tal devoción, cuando, refiriéndose a sus coterráneos, habla de lo que allegaban, acumulando, traficando, mercadeando, robando, en persecución de la ganancia. Pero con no ser despreciable esa inclinación como factor creador de una estructura temperamental, es dudoso que arraigara tanto en el país y que durase lo bastante para que llegara a acuñarse un estilo de vida peculiar. No consta que ese afán de lucro ganara sino a las poblaciones urbanas de los puertos. Y las invasiones bárbaras, primero, y las conquistas islámicas, después, paralizaron y al cabo pusieron fin al tráfico marítimo y terrestre del que había derivado el creciente dinamismo mercantil de la Cataluña costera. Nunca habría sido él, además, suficiente para provocar un hecho diferencial capaz de hacer madurar el germen histórico de una nacionalidad.
 
A la caída de Roma esa todavía vigorosa Cataluña volvió a servir de puerta de Hispania, como había venido sirviendo desde hacía milenios. Por ella entraron los godos en la Península. Arruinada Tarragona, fue Barcelona el primer asiento de la corte visigoda, y en ella se decidió más de una vez la suerte de aquella España que desde Tarraco se había unificado; allí fue asesinado Ataúlfo, que aspiraba a rejuvenecer el Imperio de Roma inyectando en sus arterias esclerósicas la joven sangre gótica, y allí fue muerto Amalarico, el último vástago de la dinastía que había regido el reino godo de Tolosa, a horcajadas sobre el Pirineo. Pero tampoco puede captarse ningún eco seguro de que durante el señorío visigodo se hubiera formado el capullo de una nación marginal, distinta de España.
 
Es sabido que después de la derrota de Guadalete (711) y de las campañas de Tariq en Cataluña (714) —el testimonio de diversos autores musulmanes me permitió hace años atribuir a Tariq la ocupación de Tarragona y Barcelona y Abadal, al contradecirme, no ha rebatido mis alegatos— numerosos godos e hispano-romanos, en fechas distintas del siglo VII cruzaron los pasos orientales de los Pirineos y se refugiaron en Francia. Lo atestiguan los Precepta pro Hispanus de Carlomagno y Ludovico Pío, algunos textos historiográficos francos y la redacción erudita de la Crónica de Alfonso III. Entre el 785, fecha de la conquista de Gerona, y el 801, en que fue ocupada Barcelona, fue incorporada al imperio franco la vieja Cataluña. No sabemos quiénes formaban las huestes invasoras y quiénes las masas que vinieron a habitar en el país. Cabe sospechar que aquéllas y éstas estarían integradas en su mayoría por gentes de las tierras vecinas, de Carcasona, Rosellón, Beziers y Narbona, emparentadas racialmente desde siempre con los del sur del Pirineo, y de los godos e hispano-romanos, refugiados en esas comarcas; así resulta de los Precepta ya citados y de los diplomas publicados por Abadal. Es lícito, por tanto, suponer que la población de la futura Cataluña no sufrió grandes cambios étnicos como resultado de la sumisión del país al señorío de los francos. La coincidencia de los condados en que se dividieron las tierras ocupadas por los ejércitos de Carlomagno, con los viejos pagos cismontanos, solares de las viejas tribus que habitaban en la región, parece confirmar la perduración de los cuadros raciales primitivos de aquel rincón de la Tarraconense. Esa perduración permite concluir cuánto hay de hiperbólico en la suposición de que los francos cambiaron étnica y espiritualmente a los moradores de las tierras catalanas. Y cómo sobrevivió en éstas el "substratum" humano anterior a la invasión muslim; es decir el viejo y mezcladísimo complejo tribal que vivía en la región, hermanado psíquica y racialmente con los otros habitantes de Hispania.
 
Es muy aventurado por tanto imaginar que a partir de la incorporación al imperio franco cambiara de tal modo Cataluña que en ésta surgiera, como por milagro, un espíritu nacional vigoroso y pujante. Soldevila mismo reconoce el sentimiento antifranco de los moradores en los condados de la Marca Hispana. Vertido por pasiva ese antifranquismo (contra la tribu germánica franca) debe ser calificado de firme sentimiento hispano. Fraccionado el país en un rosario de condados —sólo Barcelona, Ausona y Gerona se hallaron de ordinario regidos por un solo conde— habría sido difícil que hubiera cuajado una embrionaria conciencia nacional, por encima de las divisiones pugnaces que apartaban entre sí a los condes de cada distrito. Sólo su hispanismo racial y espiritual podía agruparlos en una comunidad humana al enfrentarlos con las tierras francas del Norte.
 
Esos condados hubieron de vivir más de dos siglos inundados por el oleaje de la política de allende el Pirineo. Pero con su atención y su vitalidad tendidas hacia las cuestiones peninsulares, como vivían a la sazón los otros núcleos cristianos españoles de resistencia a Córdoba. No pudo ocurrir nada distinto; los ataques de las huestes musulmanas los obligaron a ello; los ataques de los ejércitos del emir y de las tropas de los poderosos rebeldes de las tierras islámicas vecinas -Wifredo el Velloso fue vencido y muerto por el último cachorro de los Banu Qasi', por el último vástago de esa familia renegada de origen godo, que señoreó un siglo el valle del Ebro-. Y durante el siglo x, de máxima potencia del poder califal, los condes catalanes -ya autónomos, como todos los de más allá del Pirineo y sólo ligados por vínculos feudales con el soberano carolingio- dentro de España vivieron y sufrieron, al unísono con los otros reyes y condes cristianos del país; sometidos a sus mismas angustias ante los zarpazos de los ejércitos de Córdoba y recibiendo, como ellos, a través del fertilizante canal de la mozarabía, el impacto de la cultura de Al-Andalus. Mozárabes eran al cabo los habitantes de las ciudades catalanas cuando fueron conquistadas para el imperio franco y lo eran hasta algunos de los hispanos refugiados en Francia -el Preceptum pro hispanis de Carlomagno lo atestigua-. Sin ese impacto mozárabe habría sido imposible que los cenobios catalanes hubieran empezado a trasmitir a Europa la ciencia hispano-arábiga y que el arcediano de Barcelona hubiese iniciado la serie de los traductores peninsulares del árabe al latín.
 
Hostiles entre sí, vinculados vasalláticamente al rey de los francos y vitalmente sumergidos en la marea hispana, no existe el embrión de una nacionalidad, radicalmente diferenciada de los otros núcleos cristianos que luchaban contra los islamitas al sur del Pirineo. A la caída del califato, a principios del siglo XI, cuando la rebelde Castilla tenía ya tres cuartos de siglo de historia unitaria y hacía otras tantas décadas que había dejado de ser un pequeño rincón para llegar del Cantábrico al Duero, era difícil sospechar siquiera la futura articulación orgánica de Cataluña como comunidad política e histórica, llamada a los más altos destinos; a tal punto estaba fraccionada todavía en condados igualmente autónomos y más de una vez enemigos. Pero el azar se cruzó entonces en el camino de los condes de Barcelona y a la par lograron unificar la región y engrandecerla históricamente hasta convertirla en una potencia mediterránea rectora de un verdadero imperio. Lo lograron, claro está, porque en aquella tierra fronteriza se había gestado un pueblo impetuoso y fuerte, en la perdurable y dramática lucha con los musulmanes del valle del Ebro, pareja de la que había hecho a Castilla largas millas a Occidente. No sin motivo fueron castellanos y catalanes los únicos solicitados por las dos facciones que se disputaban el poder en Al-Andalus a la caída del califato, los únicos que se atrevieron a entrar en Córdoba con los berberiscos de Sulayman y con los eslavos de Mulammad. Pero la fortaleza y el ímpetu del pueblo catalán no habrían bastado a producir el milagro, sin la ayuda, prodigiosa, del azar.
 
Con más justicia que la frase conocida "Tu, felix Austria, nube" podría escribirse "Tú, feliz Barcelona, cásate". Ninguna dinastía principesca consiguió jamás tantos éxitos matrimoniales como la casa condal de Barcelona. Todas las "novias de Europa", a lo largo de los largos siglos medievales, se casaron con un conde de Barcelona, o, después de la unión de Aragón y Cataluña, con un monarca aragonés a la par "Comes Barchinonensis". Esas novias llevaron tan ricas dotes a sus esposos catalanes que, fuertes con ellas, pudieron asegurar la unidad del país bajo la supremacía de Barcelona, pudieron realizar su imperial política de expansión allende el Pirineo y pudieron constituir el imperio aragonés, en el Mediterráneo. La historia de Cataluña desde el siglo XI fue la proyección del hispano ímpetu del pueblo catalán hacia horizontes que fueron abriéndose ante él, tras felices o infelices pero al cabo magníficos matrimonios de sus condes o de sus reyes.
 
Ermesindis de Carcasona, Almodis de la Marche, Duke de Provenza, Petronila de Aragón, María de Montpellier, Constanza de Suabia, María de Sicilia, Isabel de Castilla ¿Qué dinastía se casó jamás mejor? ¿Cuál recibió más ricas dotes? La historia de España fue magnificada gracias a tales casamientos.
 
De los matrimonios de Ramón Berenguer I, el viejo, data el comienzo de la expansión ultrapirenaica catalana; hasta allí sólo Sancho III de Navarra había proyectado su fuerza y su acción hasta más allá del Pirineo. La boda de Ramón Berenguer III, el Grande, con Duke de Provenza, amplió y aseguró esa expansión -sincrónicamente con la del aragonés Alfonso I el Batallador hacia Gascuña y hacia Toulouse- y afirmó la posición hegemónica de los condes de Barcelona en Cataluña. El enlace de Ramón Berenguer IV con Petronila de Aragón acabó de consolidar esa hegemonía y al dotar de un "hinterland, extenso y fuerte, a sus condados marineros, aseguró el histórico porvenir del pueblo catalán y le convirtió en el señor más poderoso de Occitania".
 
Tales matrimonios permitieron a Cataluña la creación de un imperio mediterráneo-pirenaico, de Tortosa a Niza; de tipo feudal, claro está, pero sobradamente fuerte para constituir un factor decisivo en el equilibrio político de Francia y de España. Ese estado a caballo sobre el Pirineo se sentía tironeado por igual por los problemas ultra y cismontanos. Su fuerza esencial y básica estaba al Sur de la gran cordillera y en la Península se brindaban ante él mayores perspectivas de expansión. Pero todo era duro, áspero y difícil en España, mientras que Occitania seducía con los encantos de su cultura y atraía con el brillo de su riqueza. No es posible adivinar si ese imperio pirenaico-mediterráneo era viable históricamente. Nunca había perdurado hasta allí y nunca ha perdurado después una comunidad humana sobre el solar ultra y cispirenaico de los dominios de Alfonso II y de Pedro II. Los celtas y los francos habían acabado empujando hacia España a iberos, godos e islamitas. Es por eso dudoso que hubiera podido sobrevivir a la largo el estado a horcajadas sobre el Pirineo, que los matrimonios afortunados de los condes de Barcelona habían creado, más o menos artificialmente, desde el Ebro a la Durazna; y es probable que hubiese pronto sucumbido aun sin las complicaciones político-religiosas que la herejía albigense provocó en las tierras de la Occitania catalana. Al acelerar aquéllas el tal vez inevitable proceso histórico de apartamiento de las dos mitades del imperio de los condes-reyes, el triunfo de la Francia del Norte y de la ortodoxia centró definitivamente a Cataluña en España y unió para siempre sus destinos a los destinos de los otros pueblos españoles. Como la de Vogladum (507) siete siglos antes, la derrota de Muret (1213) fue una victoria en el camino del hacer de España. Y aunque aragoneses y catalanes no lo hayan sospechado fue una victoria para la pujanza histórica de la corona aragonesa. Al cerrarse aquella válvula de escape a la presión vital de los dos pueblos de Cataluña y Aragón, éstos buscaron nuevos cauces para verter su dinamismo. El Midi francés feudalmente fraccionado y erizado de rivales y de problemas múltiples no brindaba al potencial humano de aragoneses y catalanes un escenario parejo en perspectivas al que les ofrecían la España musulmana y el mar Mediterráneo.
 
Los dos primeros reyes de Aragón de la nueva dinastía catalana sintieron con fuerza los problemas hispanos, colaboraron con Castilla en la empresa de la reconquista y la ayudaron, en proporción grande, a sostener la gran acometida almohade. El vivaz hispanismo del más hostil a Castilla, movió a Alfonso II a hacer una peregrinación a la tumba del Apóstol, patrón de España. Jaime I, tal vez por haber pasado su niñez fuera de la Península, realizó una política acendradamente española, completó la reconquista catalano-aragonesa en colaboración con Castilla y concibió férvidamente a España como una unidad histórica. Los historiadores catalanistas lloran hoy todavía, como una desgracia nacional, la renuncia de El Conquistador a Murcia en beneficio de la superior solidaridad hispana. Su planteo sañudo se empareja con el no menos airado y anacrónico de los historiadores aragonesistas por la incorporación a Cataluña de la tierra de Lérida, geográfica e históricamente no catalana. Compensan sus otros auténticos errores y torpezas, su concepción de España como una comunidad unitaria y su amor hacia ella. Esto le movió a ayudar generosamente a Alfonso X de Castilla, sometiendo a los rebeldes moros de Murcia: "lo hemos hecho -escribe-, la primera cosa por Dios... La segunda por salvar a España." Y porque sentía la solidaridad trascendente de esa comunidad, en Lyon, al salir del Concilio en que se había ofrecido a ir en cruzada a Oriente, haciendo caracolear su caballo, exclamó: "Hoy ha quedado honrada toda España."
 
Un nuevo afortunado matrimonio -otra vez "Tú, feliz Barcelona, cásate"- llevó a los catalanes a Italia e inició la conquista del imperio mediterráneo español: el matrimonio de Pedro III el Grande con Constanza, heredera de los Staufen de Sicilia. Gran hazaña de un hombre y de un pueblo, pero que pudo ser realizada gracias al alzamiento y a la cooperación de los sicilianos; es decir, porque el conde-rey era el esposo de la hija de Manfredo.
 
¡Magnífica aventura la de Pedro y los catalanes! ¿Aventura? Sí, lo fue. El hombre y el pueblo continuaban la tradición hispana. Los iberos levantinos habían combatido en todas las riberas del Mediterráneo, siglos antes de Cristo; Tito Livio registró luego el espíritu aventurero de todos los peninsulares; y los cordobeses alzados contra Al-Hakam I y por él expulsados de España, conquistaron después, un poco más allá de Sicilia, Alejandría y Creta. La empresa catalana enlazaba además el ayer con el futuro; vinculaba la vieja tradición de la España primitiva con la serie de maravillosas aventuras de portugueses y castellanos -uso este nombre aquí para designar a todos los súbditos de los reyes de Castilla- que iban a constituir el tejido esencial de la historia hispana moderna. ¡Magnífica aventura la de Pedro y los catalanes! ¡Confirma la magnífica unidad temperamental de todos los hispanos, desde el cabo de Creus al de San Vicente y del cabo de Finisterre al de Palos!
 
El catalán Pedro el Grande, mostró ya claro espíritu quijotesco, años antes de que Cervantes modelase con el barro de Castilla la figura del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Porque conocía su temple de caballero hispano, Carlos de Anjou, para apartarlo del teatro de la guerra, desafió al conde-rey y fijó a Burdeos como lugar del reto. Y Pedro abandonó Sicilia, arrostró todos los peligros y acudió al palenque señalado el día convenido. Sólo un príncipe español habría realizado tal aventura -también Alfonso V de Aragón aceptó el desafío de Renato de Anjou y lo esperó en vano en el lugar y la fecha concertados-, digna de ser referida por la pluma cervantina. Otra muestra más de la unidad temperamental de los peninsulares.
 
El tradicional volumen de la viejísima interferencia de la religión en la vida de los hijos de Hispania, llevó a los hijos de Pedro el Grande, a Alfonso III y a Jaime II, a ceder ante la excomunión pontificia y a comprometerse en Tarascón y en Anagni a combatir al hermano que había recogido la herencia paterna y regía Sicilia. La castrense sumisión al papado, antes señalada, influía por igual en la política interior y exterior de todos los reinos hispanos: Alfonso Enríquez de Portugal y Pedro II de Aragón se declararon vasallos de la Santa Sede, y hacia la misma época en que los citados condes-reyes de Cataluña y Aragón se humillaban ante el Sumo Pontífice, los castellanos Alfonso X y Sancho IV soportaban sumisos la enemiga de los papas, y doña María de Molina compraba en muchos miles de doblas de oro ¡la bula de legitimación pontificial de su legítimo hijo, el rey Fernando IV de Castilla!. No obstante la saña del papado contra los reyes hispanos ninguno aventuraba una resistencia pareja de la que opusieron a la Santa Sede los Enriques o los Federicos alemanes o los Felipes franceses. También frente al Pontífice Cataluña-Aragón y Castilla se mostraban iguales.
 
Y en la más lejana y novelesca hazaña de la serie de gestas heroicas que constituyeron el histórico corolario de la boda de Pedro III y de Constanza de Suabia, en la expedición a Oriente de la Compañía Catalana -en ella figuraron también aragoneses- pueden sorprenderse muchos rasgos de los que habían luego de caracterizar las hazañas de los conquistadores castellanos -de Extremadura, Castilla, Vascongadas, Andalucía...- de América. El parangón es imposible y sería irreverente para los últimos, pues los héroes de la empresa americana nunca sirvieron como mercenarios, fueron un puñado los que acometieron cada empresa, ganaron imperios y crearon un mundo nuevo. Pero, salvadas todas las diferencias, ¡cuántas semejanzas acercan a los almogávares de Cataluña con los conquistadores de Castilla! ¡Y cuántas aproximan las dos aventuras!
 
Fueron las dos empresas realizadas al margen de la dirección y de la guía del Estado, por puro espíritu de aventura y por puro afán de pelea y de conquista. Igual arrojo, bravura, audacia y heroísmo y la misma fe del hombre en el hombre mostraron los catalanes en Oriente y los castellanos en América. Superaron aquéllos a éstos en crueldad, pero unos y otros fueron duros con los bizantinos y con los indios. Pareja emulación y parejas esperanzas de gloria y de medro fueron atrayendo, a Oriente primero y a América después, nuevas y nuevas catervas de aventureros catalanes y castellanos. Mancharon los catalanes con bárbaras discordias y con brutales asesinatos y emparedamientos de algunos de sus capitanes la gloria de sus hazañas, sobrepasando las violencias que se registraron en las guerras civiles mantenidas por los conquistadores en América; pero también acercaron a unos y a otros ese dividirse en facciones y ese estallar en contiendas intestinas apenas vencido el enemigo -y aun antes de llegar a someterlo-, sacudidos por frenéticos apetitos de poder. Catalanes y castellanos tuvieron bien abiertos los ojos a las culturas de los pueblos conquistados; los primeros trazaron un bello elogio del Partenón: "la más preciada joya que en el mundo existe y tal que en vano todos los príncipes de la tierra juntos quisieran hacerla semejante"; y los segundos describieron con galanura los grandes monumentos de los imperios americanos. Si los almogávares oyeron misa, en Grecia, en el templo de Atenea, los conquistadores la oyeron en el templo del Sol, de Cuzco. Catalanes y castellanos llevaron, a los ducados de Atenas y Neopatria los unos y a las inmensas extensiones de América los otros, su lengua, su derecho y su estilo de vida y tanto los unos como los otros gustaron de vivir señorialmente.
 
Espíritu aventurero, ambición de riquezas, heroísmo, crueldad, caudillismo, apetitos de mando, sañudas discordias civiles, curiosidad humana, orgullo, devoción, señorío... Castilla y Cataluña hermanadas por una comunidad de temperamento, por una pareja estructura vital, por un idéntico hispanismo irrenunciable. Las separaron muchas diferencias, normales corolarios de la diversa proyección de su historia -desde siglos antes de Cristo- hacia horizontes culturales y vitales muy distintos, por obra de su dispar situación geográfica en España y en Europa. A partir del siglo IX Cataluña conoció un régimen feudal de tipo carolingio, apoyado sobre una sociedad campesina de tipo dominical, con clases rurales en situación de dependencia servil; en contraste con la articulación vasallático-beneficial castellana, dormida en el prefeudalismo visigodo y desbordada por una masa rural de libres propietarios y de colonos libres. Al estancarse por siglos la reconquista -Barcelona fue conquistada el 801 y Tortosa en 1148- en parangón con la movilidad de la frontera de Castilla -Burgos fue fundada en 882, se ganó la línea del Duero en 912, Toledo fue conquistada en 1085 y a mediados del siglo XII se había llegado a Sierra Morena-, frente al estilo de vida señorial de un pueblo habituado a ganar la riqueza a bates de lanza, surgió en Cataluña la precisión de conquistarla en las tareas de paz; por ello Jaime I pudo reprochar a los castellanos su soberbia y Dante a los catalanes su "avara poberta". Esas urgencias vitales -la vieja tradición de la época romana nunca quizá olvidada- y su inserción en un mundo donde renacía, deprisa, la actividad económica y se gestaba la burguesía, favorecieron el desarrollo de la vida urbana y del espíritu burgués en Cataluña; mientras la prolongación multisecular de su antañona forma de existir retardó y menguó en Castilla el florecer de la vida ciudadana y de la sensibilidad burguesa.
 
Pero en Cataluña y en Castilla -en Castilla se habían mezclado, con el avance de la reconquista durante los siglos VIII a X todas las sangres de España, como en Cataluña durante la lejana prehistoria- por bajo de una superestructura disímil alentaba el mismo "homo hispanus", con parejas calidades y análogos defectos. Un hombre en quien triunfaba sobre la razón el ímpetu de vida, que seguía al caudillo por devoción humana y no por comunes convicciones, anclado en la hombría y amador del libérrimo ejercicio de su propio albedrío, pronto a explotar en tormentas de saña y de violencia y siempre de ásperas aristas, confiado en su fuerza y desdeñador de la ajena, altanero y orgulloso hasta sacrificar su bienestar a un ideal religioso o político y más inclinado a la acción -guerra o comercio- que al quieto meditar o al trabajo despacioso. Una costra diferente: feudalismo y burguesía frente a democracia y patriciado caballeresco, cubría a dos pueblos parejos; a dos pueblos parejos que cuando rompían las cadenas que los ataban a la monotonía de su vivir diario, descubrían su integral semejanza.
 
Esa semejanza se mostraba hasta en las múltiples proyecciones de su común pasión. Catalanes y castellanos enfrentaron a las veces con la misma altanera acritud a la divinidad, al conjugar su violencia emocional con su concepción vasallática de las relaciones del hombre con Dios: era catalán el ballestero tahur de la cantiga que, devoto de María pero sañudo contra ella porque perdía siempre en el juego, lanzó hacia el cielo su saeta. Y el mismo violento y rapaz antisemitismo -a la par hostilidad religiosa y enemiga económica- mostraron también al unísono los súbditos del rey de Castilla y del conde-rey de Barcelona y Aragón, en 1391; a los pocos días de comenzar los asaltos y matanzas de las juderías en tierras andaluzas, asaltaban y mataban judíos a su sabor los catalanes.
 
He estudiado antes el hispanismo del que he llamado el Quijote del Gótico, el mallorquín Raimundo Lulio, y he señalado cómo destacan en él rasgos temperamentales de la pura españolía: yo explosivo y torrencial, activismo triunfante de la quieta adoración, quimérica esperanza de cambiar el mundo a su albedrío, orgullo impetuoso que se irrita al chocar con el desdén, el ánima pronta para la muerte, impaciencia vehemente, cristianismo militante... El Doctor Iluminado, uno de los más excelsos arquetipos de lo catalán, fue también, por tanto, magnífico arquetipo de lo español.
 
Superestructura diversa y pareja contextura vital. Puerta, más que ventana, de España hacia Europa, llegaban pronto a Cataluña las ideas, las formas de vida, las articulaciones orgánicas de allende el Pirineo y de allende el mar y eran recibidas y adoptadas en ella temprano. Pero tales recepciones y adopciones no alteraban sino muy despacio su remota herencia temperamental hispánica, pareja de la recibida también por las diversas agrupaciones históricas peninsulares. Se alejaba Cataluña despaciosamente de la matriz común, pero sobrevivía la fraternidad inquebrantable que la vinculaba a los otros pueblos de Hispania.
 
Desde 1137 estaba unida a Aragón. Vascón y celtíbero, encerrado entre montañas y sin salida al mar, con una vivaz tradición reconquistadora, sin otro posible campo de expansión que la España musulmana, psíquica y vitalmente más hermanado con sus vecinos de poniente que con sus vecinos de levante y con un habla muy afín del habla castellana, la comunidad de historia y de destino más acercaba Aragón a Castilla que a Cataluña. Pero se unió con ésta porque a la muerte de Alfonso el Batallador faltó un hombre de talla suficiente para enfrentar la crisis y regir el reino aragonés. Porque estaban muy recientes las sañudas discordias que habían enfrentado al rey de Aragón con cuanto significaba en León y Castilla el gallego Alfonso Raimúndez, y era muy honda la cisura que había apartado durante un cuarto de siglo a leoneses y castellanos de aragoneses y navarros. Y porque ante la muy desigual fuerza política de Alfonso el Emperador y del conde Ramón Berenguer de Barcelona, Aragón juzgó que mientras su unión con León y Castilla podía significar su absorción por un estado poderoso, al entregarse al soberano de un grupo de pequeños condados, podría conservar su personalidad e incluso convertirse en el elemento rector de la doble monarquía.
 
Aragón se engañó a medias en sus cálculos; conservó sí su personalidad histórica, pero no dirigió ni marcó rumbos a la doble comunidad política, regida en adelante por los condes-reyes. Abultan los historiadores catalanistas la importancia del papel desempeñado por Cataluña en el equilibrio político de los reinos que integraron la Corona Aragonesa llegan a exaltar la conducta respetuosa de la Cataluña hegemónica con el mediatizado Aragón. Era éste demasiado extenso y fuerte y demasiado arriscado y celoso de sus propias costumbres y libertades para que los catalanes hubieran osado en verdad intervenir en su vida política. Está por hacer desapasionadamente la historia de las relaciones entre los diversos miembros de la Corona. Su pareja fuerza vital hizo imposible la hegemonía de Aragón sobre Cataluña y la de Cataluña sobre Aragón; por ello Valencia no fue incorporada a ninguno de los dos estados, sino que se constituyó en un tercer reino autónomo y con propia personalidad histórica. Pero tierra de conquista y de colonización, como Aragón había sido antes, Valencia no se estructuró social y políticamente conforme al régimen feudal de Cataluña sino según módulos distintos, más emparentados con la tradición institucional aragonesa, y sobre una población rural morisca que también existía en Aragón pero no en Cataluña.
 
Aragón y Cataluña vivieron unidos y distantes. Fueron los catalanes quienes idearon y realizaron las grandes aventuras que ilustraron su historia y la de España. Encerrados en su solar histórico los aragoneses no los secundaron en sus empresas. Más aun; llegaron a dificultarlas, alzándose contra los reyes que las acometieron, en momentos harto difíciles para ellos.
 
Su historia, pareja de la historia castellana, había arraigado en los aragoneses la misma fervorosa devoción por la guerra divinal y había atenuado su sensibilidad para captar la significación de las contiendas no nimbadas por la aureola de la lucha contra infieles. Por eso y por su alejamiento de las playas mediterráneas, no comprendieron el valor histórico de las luchas de sus príncipes por ganar la lejana Sicilia, ni sintieron placer al verlos enfrentados con el Papa. No sólo contemplaron con frialdad las aventuras de Pedro III, sino que, aprovechando sus apuros y los de su hijo Alfonso III les arrancaron el Privilegio General y el Privilegio de la Unión, verdaderas constituciones políticas reguladoras de los derechos de las dos oligarquías de Aragón: la nobleza y las ciudades; y digo de las dos oligarquías porque los campesinos aragoneses siguieron señorialmente en servidumbre hasta la Edad Moderna. Y mientras Pedro IV trataba de arrebatar por la violencia el reino de Mallorca a su cuñado y de incorporarle a su corona, juntos aragoneses y valencianos -he ahí una prueba de su parentesco institucional- se alzaron contra el rey -se alzó la "Unión" integrada por la oligarquía nobiliaria y burguesa de los dos reinos- y Pedro IV besó la tierra catalana cuando logró liberarse de los rebeldes de Aragón y de Valencia. Ese beso, legendario o histórico, y la petición de la "Unión" a Pedro IV de que apartara de su lado a algunos caballeros catalanes, atestiguan hacia cuál de los tres estados de la Confederación iban las simpatías de los condes-reyes. Cataluña apoyó con entusiasmo la política imperialista y centralista de los nietos de Ramón Berenguer IV. ¿Los catalanes secundando el imperialismo centralizador de sus príncipes? Sí; aunque hoy asombre, Pedro IV, por ejemplo, superó a todos los reyes hispanos en la realización de tal política. Sin escrúpulo alguno y con sobra de astucia y crueldad, despojó de sus dominios a su cuñado el rey de Mallorca y tuvo muchos años encerrado en una jaula a su sobrino. Y recurrió a todas las argucias y golpes de mano a fin de raptar a María de Sicilia, que podía alzarse con el señorío de la isla y de los ducados de Atenas y Neopatria, para casarla con su nieto y asegurar así la incorporación a Cataluña de aquellos lejanos jirones del imperio conquistado por los marinos y soldados catalanes. Y los catalanes de entonces al secundar la política imperialista y centralista del monarca, y los de hoy al historiarla con aplauso, acreditan cómo se enfrentan y se juzgan los procesos históricos de modo diferente según se realicen en beneficio o en mengua del grupo humano a que pertenecemos. Ni a los catalanes de antaño ni a los de nuestros días se les pasó ni se les ha pasado por las mientes el obligado respeto a la libérrima determinación de los isleños de Baleares y de Sicilia; éstos claramente opuestos a la sazón a renunciar a su independencia para unirse a Cataluña.
 
Cataluña fuerte en el mar y en él entregada a una intensa vida comercial, fue acuñando una personalidad de rasgos muy firmes Pero dentro de España y con clara conciencia de su irrenunciable condición de miembro activo de la comunidad histórica que España constituía desde siempre. Bosch Gimpera hace años y en estos días Maravall han señalado la frecuencia con que esos condes-reyes, que tan entrañablemente amaban a su tierra catalana, y los soldados, marinos y cronistas de Cataluña juzgaron a España como una unidad humana y vital de la que ellos y su país formaban parte. Si Jaime I habló de la salvación y de la honra de España, Pedro III creía que en su duelo de Burdeos iba a debatirse el honor de España. Jaime II, al conocer la accesión al trono de Castilla del rey menor Fernando IV, dijo que por tal causa iba a recaer sobre él la carga toda de España... Y Muntaner, soldado-cronista de la expedición catalana a Oriente, habló también de que todos los reyes de España eran de una carne y una sangre.
 
La elección de Fernando de Antequera como rey de Aragón por los votos de tres aragoneses, dos valencianos y un catalán -Aragón se acercó ahora a Castilla siguiendo la natural inclinación de su destino histórico-, cambió la postura de la dinastía frente a los diversos estados que integraban la corona aragonesa. Los soberanos de la casa de Trastamara dejaron de mimar a Cataluña y ésta perdió, de pronto, su posición preeminente en la política de la Confederación. Tal pérdida se acentuó de modo singular durante el reinado del tercero de los Trastamaras. Sacudían al país fuertes tensiones sociales: en Barcelona el proletariado -la busca- se agitaba contra la oligarquía urbana -la biga-; y en todo el principado los payeses de remensa trataban de obtener su libertad frente a los señores; Vicens Vives ha estudiado esos problemas en tres libros excelentes. Pero cualquiera que hubiese sido la acuidad de tales tensiones no habrían bastado a provocar la rebelión de los catalanes contra Juan II, si no se hubiera cruzado en el camino la reacción sentimental de Cataluña y especialmente de la ciudad umbilical del país hasta entonces mimada por los reyes de la vieja dinastía. Porque, contra lo que Calmette creyó en su día, el alzamiento no fue provocado por el intento centralizador de la Corona; y no fue ésta el factor determinante de la crisis, como cree aún el celo de algunos historiadores catalanistas. No cabe escamotear la responsabilidad del conde-rey ni puede negarse la importancia de las cuestiones sociales señaladas, pero sin el consciente o subconsciente rencor de Cataluña por la declinación de su preeminencia secular, o la lucha no habría empezado o no habría sido tan prolongada y tan sañuda. Esa lucha a la largo contribuyó en todo caso al alejamiento del principado de la matriz histórica común. Por sus proyecciones en la vida psíquica y material de Cataluña, puso plomo en el ala de su audacia aventurera y acentuó el bache ya secular de su economía, recién estudiado por Vilar. Tal declinación la apartó de las comunes tareas hispanas de los albores de la Modernidad -en especial de la empresa americana- lo que, a la postre, al aislarla en su rincón mediterráneo y al diferenciar su estilo vital del común a los otros pueblos peninsulares, dificultó su plena integración en la suprema unidad hispana.
 
La unión de los dos reinos de Aragón y de Castilla y el descubrimiento de América colocaron en seguida a Cataluña en una postura marginal: a una Cataluña hasta allí extraordinariamente favorecida por la suerte -¡Tú, feliz Barcelona, cásate!- y habituada a ser el pueblo, si no hegemónico, sí dirigente de los que eran regido por los condes-reyes. Esa situación marginal fue resultado incoercible de dos magnos sucesos históricos y no de ninguna voluntad hispana adversa a Cataluña. Al realizarse la unión de las dos Coronas inexorablemente había de constituirse Castilla en centro político de España, porque lo era geográficamente y porque superaba mucho en población, en riqueza y en potencial histórico a la Corona aragonesa; sobre todo después de la ruina económica y de la declinación vital del Principado, como consecuencia especialmente de sus luchas contra Juan II. Y no fue culpa de los castellanos la ausencia de Cataluña de la empresa americana. Pese al testamento de la Reina Católica -equivocado en la cláusula que reservaba a sus propios súbditos la explotación del Nuevo Mundo- los catalanes habrían podido intervenir en la conquista de América si lo hubiesen deseado; les faltó espíritu de aventura tanto como les sobró espíritu burgués. Por la misma causa no participaron en la colonización. En las primeras décadas del siglo XVI pudieron comerciar con América; en otro caso no se habría formado en 1525 una compañía mercantil en Barcelona y por ciudadanos barceloneses, para exportar estameñas y calceterías a las 'Indies del mar Hoceano", a la Española, San Juan, Cuba y Yucatán; compañía cuyo texto ha publicado Raimundo Noguera. Desde 1526 pudieron legalmente pasar a las Indias conforme a una Real Cédula de Carlos V que ha publicado Torre Revello. Y aun sin estar autorizados vinieron a estas plazas americanas multitud de aventureros no peninsulares. La concentración en Sevilla -según Chaunu inevitable- del tráfico de América tanto dañó a Cataluña como a las otras regiones de España. Y era más caro y difícil llevar mercaderías hasta el emporio sevillano desde Flandes o Génova y desde Burgos o Toledo que desde Barcelona. Si en el Principado hubiera habido una vida industrial pareja a la flamenca o a la genovesa, los catalanes no sólo habrían competido con esos países en Sevilla: habrían también comerciado en tierras castellanas, como hacían en ellas incluso los enemigos ultrapirenaicos y ultramarinos de España.
 
Pero esa situación marginal de Cataluña en la que el pueblo castellano no tuvo culpa alguna, dificultó el allanamiento de las diferencias que la separaban de los otros reinos peninsulares; unos nacidos como normal proyección histórica de los diversos núcleos iniciales de resistencia al Islam que surgieron en el norte de España; y otros, en prolongación afortunada de las comunidades políticas a que la historia dispar de esos núcleos primitivos fue dando origen en el transcurso de la reconquista. Y los errores de las dinastías que rigieron a España en la Edad Moderna y también los errores de los catalanes, sería injusto negarlo, han mantenido en pie el particularismo medieval de Cataluña, no más antiguo ni distinto ni más firme ni más acusado que el particularismo, de estirpe medieval, de Galicia, León, Castilla, Navarra, Aragón, Valencia, Murcia, Andalucía... De una Cataluña que, después de apartarse de Francia movida por su hispanismo integral, vivió cuatro siglos vinculada a Aragón y lleva casi cinco unida a los demás pueblos españoles.
 
Cataluña contribuyó más que ninguna otra región de la Península a hacer a España bajo la égida de Roma, cuando ni siquiera era posible adivinar en el misterioso e incierto futuro de Hispania el nacimiento de Castilla. Grandes conductores y escritores de la Cataluña medieval, autónoma dentro de la Corona aragonesa, sintieron la unidad histórica y vital de España con no menos convicción y muchas veces con más firmeza y claridad que los príncipes y escritores castellanos. Cataluña ha dado a la comunidad nacional española de que forma parte, el imperio mediterráneo, grandes figuras humanas, ideas y ejemplos magníficos. España es tan obra suya como de los otros muchos grupos históricos peninsulares, sus hermanos por la sangre y el espíritu y sus iguales en derecho