jueves, 17 de julio de 2014

CATALUÑA ES ESPAÑA

 
 
 
 











D. Claudio Sánchez-Albornoz y Menduiña (Madrid, 7 de abril de 1893 - Ávila, 8 de julio de 1984) es uno de los más grandes historiadores españoles del siglo XX y, sin duda alguna, el mejor medievalista español del siglo. Ministro con la Segunda República Española, se vio obligado a exiliarse tras la victoria franquista y llegó a ser presidente del Gobierno de la Segunda República en el exilio desde 1962 a 1971. Llama poderosamente la atención que un hombre de la talla intelectual y moral de Sánchez-Albornoz que, incluso sufrió el exilio, haya sido marginado en las proporciones en que lo ha sido D. Claudio Sánchez-Albornoz. Su obra ha sido silenciada y ha quedado restringida a minorías eruditas; entre otras cosas, haremos bien en pensar que su frontal oposición a las teorías de Américo Castro (que tan convenientes eran a los intereses de la transición democrática española) pusieron a la obra de Sánchez-Albornoz en cuarentena. Es una injusticia la que se ha hecho con la obra y la prominente figura de este republicano. Está visto que hay "republicanos" de primera y "republicanos" de segunda; según los intereses de la dictadura intelectual que prevalece en España desde la instauración de la actual democracia. Algún día abordaremos la figura y obra de Sánchez-Albornoz con la extensión que merece, hoy presentamos este texto del maestro, muy interesante para despejar dudas sobre la españolidad de Cataluña, para los que puedan albergarlas.

 
 
Por Claudio Sánchez-Albornoz
 
 

Ninguno de los pueblos o culturas que llegaron a tierras hispanas en los días remotos de la prehistoria dejó de asomarse, detenerse, asentarse, influir, inundar o saturar el solar primitivo de la Cataluña de hoy. Ni uno solo faltó a la cita que les daba la fértil tierra catalana, situada en uno de los pasos —el más fácil— para entrar o salir de España. En Bañolas (Gerona) se ha hallado la mandíbula de un neandertalense, del mismo hombre del arqueolítico del que se ha encontrado un cráneo en Gibraltar. A Cataluña llegaron los cazadores auriñacenses de la civilización franco-cantábrica y los gravetienses ultrapirenaicos que se extendieron por toda la Península. La llamada cultura de las cuevas o hispano-mauritana subió hasta Pallars y la Cerdaña y cruzó los Pirineos. Si en el neolítico llegaron a España pastores caucásicos, tanto se extendieron por Vasconia y por el Pirineo como por Cataluña. Desde la meseta inferior, a través del macizo ibérico central penetró en tierras catalanas la cultura campaniforme; y por mar y desde la vertiente pirenaica septentrional, la cultura dolménica, que se había propagado también por Andalucía, por las costas atlántica y cantábrica y aun por el interior de la Península. Los almerienses del Argar o protoiberos, que avanzaron por levante y subieron Ebro arriba hasta Vasconia y Cantabria, llegaron también a Cataluña, la ocuparon y, a lo que tengo por probable, penetraron luego en Francia. Por los pasos catalanes entraron en España las gentes de los "campos de urnas", ilirios o preceltas que habían de bajar al Ebro y de subir a la meseta. Por ellos se asomaron después los celtas históricos portadores de la cultura del hierro de Hallstatt; los mismos que por los pasos occidentales del Pirineo inundaron España entera. Y los iberos históricos reconquistaron luego Cataluña, se adentraron en Francia, llegaron hasta el Ródano y volvieron a entrar en España empujados por los galos. Zonaras afirmó que en los Pirineos habitaban pueblos diversos y de lenguas distintas.
 
Con razón calificó de missegetes o mezclados Hecateo a los pueblos que habitaban Cataluña -los cráneos hallados en los sepulcros prehistóricos de la región atestiguan la realidad de tal aserto-. En esos pueblos y en su cultura habían venido a confluir todas las etnias y todas las civilizaciones que habían un día llegado a la Península. Las raíces de Cataluña no remontan por tanto a ninguna singularidad racial o espiritual de las misteriosas edades prehistóricas; como no se quiera ver una singularidad en ese resumir, mezclar y aunar las culturas y las razas todas de Hispania. Son de Bosch Gimpera las siguientes palabras: "En la época primitiva se dibujan ya grandes núcleos meridionales, levantinos, centrales, occidentales y cántabro-pirenaicos, con un cruzamiento de sus diversos elementos en Cataluña". Había sido ésta, así como una síntesis o prefiguración de España antes de que se iniciara ninguna de las etapas históricas que los catalanistas califican de superestructuras deformantes de los pueblos hispanos; es decir antes de que la historia fuera haciendo a España.

 
Como a toda la costa meridional y levantina llegaron también a Cataluña, andando el tiempo, griegos y romanos. La penetración cultural de los colonizadores helénicos no pudo cambiar el sustrato racial y temperamental de los iberos del Sur ni el de los missegetes septentrionales. Grecia matizó, sí, las creaciones artísticas de unos y de otros, pero sólo el nobilísimo amor a su tierra ha podido hacer exclamar a Rovira Virgili que "una centella de la Hélade prendió en el alma de Cataluña". Ni los burgueses de la lejana y norteña Ampurias ni los colonos de las playas alicantinas y murcianas lograron provocar tal prodigio.
 
Fue Roma la que influyó decisivamente sobre los abuelos de los catalanes de nuestros días; tanto, o para decir mejor, más que influyó también, después, sobre todos los otros habitantes de Hispania. Las tribus que habitaban en tierras catalanas lucharon contra Roma con la misma bravura con que luego la enfrentaron los otros hispánicos. Pero después de ser vencidas en las primeras jornadas de la conquista romana, fue en la Cataluña de ahora donde se inició la romanización intensiva de la Península; fueron los catalanes de entonces quienes más ayudaron al éxito político y espiritual de Roma en España y a su explotación integral de la patria hispana, y fue la gran ciudad, umbilicus político y cultural del país, a la sazón, Tarraco, el centro más activo a la par de romanización y de unificación de los peninsulares.
 
Sí; Tarragona fue en verdad el puerto y la puerta de Roma en Hispania. Hijos de las tribus que habitaban en el solar de la Cataluña contemporánea formaron cuerpos auxiliares que ayudaron a los generales romanos a vencer y someter a los vascones, a los celtíberos, a los lusitanos y a los otros pueblos de Hispania. Y en Tarraco se reunieron durante mas de trescientos años, en los "concilio" o asambleas provinciales, los representantes de las ciudades y de las tribus todas de la mayor parte de la Península hispánica; en ellas convivieron anualmente, durante más de tres siglos, gentes venidas de Lugo y de Granada, de Cartagena y de Cantabria, de Vascongadas y de la Mancha, de Braga y del Pirineo aragonés, de Navarra y de Asturias. de la llanura castellana y de los llanos de Valencia, del celtíbero Moncayo y de Sierra Nevada, del Ebro y del Tajo, de Astorga y de Gerona. Roma hizo a Hispania desde la zona catalana de la Tarraconense. Durante los largos siglos de señorío de Roma fue, desde ella y por su intermedio, como se articuló la unidad española. Mucho antes de que Andalucía o Castilla sirvieran de centros catalizadores de la inicial diversidad peninsular había cumplido igual misión la Cataluña de hace dos mil años.
 
Esa misión había ilustrado y magnificado la región tarraconense. ¿La había a la par singularizado en el conjunto de las comarcas hispánicas? El centro umbilical de donde emana la acción unificadora de una comunidad política rara vez se ha dejado ganar por un particularismo diferenciador. Y ningún eco nos ha llegado en verdad de que el señorío de Roma afirmara la peculiaridad histórica del trozo de Hispania que constituía el Conventus Juridicus Tarraconense. El único rasgo que pudo venir a matizar el estilo de vida del pueblo antepasado del catalán de nuestros días fue la acentuación intensiva de su vida económica. Centro político y vital de la romanización y de la unificación de Hispania, Tarraco y su tierra fueron también base nodal de la explotación de la Península por Roma. Y esa nueva, y antes de la conquista romana insospechable, función nuclear de la región tarraconense, desarrolló en los moradores de la costa catalana una actividad comercial y un interés y una devoción por la vida económica que no fue general ni frecuente en las otras tierras peninsulares, con la única excepción de la zona de que Cádiz era capital. San Paciano, obispo de Barcelona, a fines del siglo IV, da testimonio de tal actividad y de tal devoción, cuando, refiriéndose a sus coterráneos, habla de lo que allegaban, acumulando, traficando, mercadeando, robando, en persecución de la ganancia. Pero con no ser despreciable esa inclinación como factor creador de una estructura temperamental, es dudoso que arraigara tanto en el país y que durase lo bastante para que llegara a acuñarse un estilo de vida peculiar. No consta que ese afán de lucro ganara sino a las poblaciones urbanas de los puertos. Y las invasiones bárbaras, primero, y las conquistas islámicas, después, paralizaron y al cabo pusieron fin al tráfico marítimo y terrestre del que había derivado el creciente dinamismo mercantil de la Cataluña costera. Nunca habría sido él, además, suficiente para provocar un hecho diferencial capaz de hacer madurar el germen histórico de una nacionalidad.
 
A la caída de Roma esa todavía vigorosa Cataluña volvió a servir de puerta de Hispania, como había venido sirviendo desde hacía milenios. Por ella entraron los godos en la Península. Arruinada Tarragona, fue Barcelona el primer asiento de la corte visigoda, y en ella se decidió más de una vez la suerte de aquella España que desde Tarraco se había unificado; allí fue asesinado Ataúlfo, que aspiraba a rejuvenecer el Imperio de Roma inyectando en sus arterias esclerósicas la joven sangre gótica, y allí fue muerto Amalarico, el último vástago de la dinastía que había regido el reino godo de Tolosa, a horcajadas sobre el Pirineo. Pero tampoco puede captarse ningún eco seguro de que durante el señorío visigodo se hubiera formado el capullo de una nación marginal, distinta de España.
 
Es sabido que después de la derrota de Guadalete (711) y de las campañas de Tariq en Cataluña (714) —el testimonio de diversos autores musulmanes me permitió hace años atribuir a Tariq la ocupación de Tarragona y Barcelona y Abadal, al contradecirme, no ha rebatido mis alegatos— numerosos godos e hispano-romanos, en fechas distintas del siglo VII cruzaron los pasos orientales de los Pirineos y se refugiaron en Francia. Lo atestiguan los Precepta pro Hispanus de Carlomagno y Ludovico Pío, algunos textos historiográficos francos y la redacción erudita de la Crónica de Alfonso III. Entre el 785, fecha de la conquista de Gerona, y el 801, en que fue ocupada Barcelona, fue incorporada al imperio franco la vieja Cataluña. No sabemos quiénes formaban las huestes invasoras y quiénes las masas que vinieron a habitar en el país. Cabe sospechar que aquéllas y éstas estarían integradas en su mayoría por gentes de las tierras vecinas, de Carcasona, Rosellón, Beziers y Narbona, emparentadas racialmente desde siempre con los del sur del Pirineo, y de los godos e hispano-romanos, refugiados en esas comarcas; así resulta de los Precepta ya citados y de los diplomas publicados por Abadal. Es lícito, por tanto, suponer que la población de la futura Cataluña no sufrió grandes cambios étnicos como resultado de la sumisión del país al señorío de los francos. La coincidencia de los condados en que se dividieron las tierras ocupadas por los ejércitos de Carlomagno, con los viejos pagos cismontanos, solares de las viejas tribus que habitaban en la región, parece confirmar la perduración de los cuadros raciales primitivos de aquel rincón de la Tarraconense. Esa perduración permite concluir cuánto hay de hiperbólico en la suposición de que los francos cambiaron étnica y espiritualmente a los moradores de las tierras catalanas. Y cómo sobrevivió en éstas el "substratum" humano anterior a la invasión muslim; es decir el viejo y mezcladísimo complejo tribal que vivía en la región, hermanado psíquica y racialmente con los otros habitantes de Hispania.
 
Es muy aventurado por tanto imaginar que a partir de la incorporación al imperio franco cambiara de tal modo Cataluña que en ésta surgiera, como por milagro, un espíritu nacional vigoroso y pujante. Soldevila mismo reconoce el sentimiento antifranco de los moradores en los condados de la Marca Hispana. Vertido por pasiva ese antifranquismo (contra la tribu germánica franca) debe ser calificado de firme sentimiento hispano. Fraccionado el país en un rosario de condados —sólo Barcelona, Ausona y Gerona se hallaron de ordinario regidos por un solo conde— habría sido difícil que hubiera cuajado una embrionaria conciencia nacional, por encima de las divisiones pugnaces que apartaban entre sí a los condes de cada distrito. Sólo su hispanismo racial y espiritual podía agruparlos en una comunidad humana al enfrentarlos con las tierras francas del Norte.
 
Esos condados hubieron de vivir más de dos siglos inundados por el oleaje de la política de allende el Pirineo. Pero con su atención y su vitalidad tendidas hacia las cuestiones peninsulares, como vivían a la sazón los otros núcleos cristianos españoles de resistencia a Córdoba. No pudo ocurrir nada distinto; los ataques de las huestes musulmanas los obligaron a ello; los ataques de los ejércitos del emir y de las tropas de los poderosos rebeldes de las tierras islámicas vecinas -Wifredo el Velloso fue vencido y muerto por el último cachorro de los Banu Qasi', por el último vástago de esa familia renegada de origen godo, que señoreó un siglo el valle del Ebro-. Y durante el siglo x, de máxima potencia del poder califal, los condes catalanes -ya autónomos, como todos los de más allá del Pirineo y sólo ligados por vínculos feudales con el soberano carolingio- dentro de España vivieron y sufrieron, al unísono con los otros reyes y condes cristianos del país; sometidos a sus mismas angustias ante los zarpazos de los ejércitos de Córdoba y recibiendo, como ellos, a través del fertilizante canal de la mozarabía, el impacto de la cultura de Al-Andalus. Mozárabes eran al cabo los habitantes de las ciudades catalanas cuando fueron conquistadas para el imperio franco y lo eran hasta algunos de los hispanos refugiados en Francia -el Preceptum pro hispanis de Carlomagno lo atestigua-. Sin ese impacto mozárabe habría sido imposible que los cenobios catalanes hubieran empezado a trasmitir a Europa la ciencia hispano-arábiga y que el arcediano de Barcelona hubiese iniciado la serie de los traductores peninsulares del árabe al latín.
 
Hostiles entre sí, vinculados vasalláticamente al rey de los francos y vitalmente sumergidos en la marea hispana, no existe el embrión de una nacionalidad, radicalmente diferenciada de los otros núcleos cristianos que luchaban contra los islamitas al sur del Pirineo. A la caída del califato, a principios del siglo XI, cuando la rebelde Castilla tenía ya tres cuartos de siglo de historia unitaria y hacía otras tantas décadas que había dejado de ser un pequeño rincón para llegar del Cantábrico al Duero, era difícil sospechar siquiera la futura articulación orgánica de Cataluña como comunidad política e histórica, llamada a los más altos destinos; a tal punto estaba fraccionada todavía en condados igualmente autónomos y más de una vez enemigos. Pero el azar se cruzó entonces en el camino de los condes de Barcelona y a la par lograron unificar la región y engrandecerla históricamente hasta convertirla en una potencia mediterránea rectora de un verdadero imperio. Lo lograron, claro está, porque en aquella tierra fronteriza se había gestado un pueblo impetuoso y fuerte, en la perdurable y dramática lucha con los musulmanes del valle del Ebro, pareja de la que había hecho a Castilla largas millas a Occidente. No sin motivo fueron castellanos y catalanes los únicos solicitados por las dos facciones que se disputaban el poder en Al-Andalus a la caída del califato, los únicos que se atrevieron a entrar en Córdoba con los berberiscos de Sulayman y con los eslavos de Mulammad. Pero la fortaleza y el ímpetu del pueblo catalán no habrían bastado a producir el milagro, sin la ayuda, prodigiosa, del azar.
 
Con más justicia que la frase conocida "Tu, felix Austria, nube" podría escribirse "Tú, feliz Barcelona, cásate". Ninguna dinastía principesca consiguió jamás tantos éxitos matrimoniales como la casa condal de Barcelona. Todas las "novias de Europa", a lo largo de los largos siglos medievales, se casaron con un conde de Barcelona, o, después de la unión de Aragón y Cataluña, con un monarca aragonés a la par "Comes Barchinonensis". Esas novias llevaron tan ricas dotes a sus esposos catalanes que, fuertes con ellas, pudieron asegurar la unidad del país bajo la supremacía de Barcelona, pudieron realizar su imperial política de expansión allende el Pirineo y pudieron constituir el imperio aragonés, en el Mediterráneo. La historia de Cataluña desde el siglo XI fue la proyección del hispano ímpetu del pueblo catalán hacia horizontes que fueron abriéndose ante él, tras felices o infelices pero al cabo magníficos matrimonios de sus condes o de sus reyes.
 
Ermesindis de Carcasona, Almodis de la Marche, Duke de Provenza, Petronila de Aragón, María de Montpellier, Constanza de Suabia, María de Sicilia, Isabel de Castilla ¿Qué dinastía se casó jamás mejor? ¿Cuál recibió más ricas dotes? La historia de España fue magnificada gracias a tales casamientos.
 
De los matrimonios de Ramón Berenguer I, el viejo, data el comienzo de la expansión ultrapirenaica catalana; hasta allí sólo Sancho III de Navarra había proyectado su fuerza y su acción hasta más allá del Pirineo. La boda de Ramón Berenguer III, el Grande, con Duke de Provenza, amplió y aseguró esa expansión -sincrónicamente con la del aragonés Alfonso I el Batallador hacia Gascuña y hacia Toulouse- y afirmó la posición hegemónica de los condes de Barcelona en Cataluña. El enlace de Ramón Berenguer IV con Petronila de Aragón acabó de consolidar esa hegemonía y al dotar de un "hinterland, extenso y fuerte, a sus condados marineros, aseguró el histórico porvenir del pueblo catalán y le convirtió en el señor más poderoso de Occitania".
 
Tales matrimonios permitieron a Cataluña la creación de un imperio mediterráneo-pirenaico, de Tortosa a Niza; de tipo feudal, claro está, pero sobradamente fuerte para constituir un factor decisivo en el equilibrio político de Francia y de España. Ese estado a caballo sobre el Pirineo se sentía tironeado por igual por los problemas ultra y cismontanos. Su fuerza esencial y básica estaba al Sur de la gran cordillera y en la Península se brindaban ante él mayores perspectivas de expansión. Pero todo era duro, áspero y difícil en España, mientras que Occitania seducía con los encantos de su cultura y atraía con el brillo de su riqueza. No es posible adivinar si ese imperio pirenaico-mediterráneo era viable históricamente. Nunca había perdurado hasta allí y nunca ha perdurado después una comunidad humana sobre el solar ultra y cispirenaico de los dominios de Alfonso II y de Pedro II. Los celtas y los francos habían acabado empujando hacia España a iberos, godos e islamitas. Es por eso dudoso que hubiera podido sobrevivir a la largo el estado a horcajadas sobre el Pirineo, que los matrimonios afortunados de los condes de Barcelona habían creado, más o menos artificialmente, desde el Ebro a la Durazna; y es probable que hubiese pronto sucumbido aun sin las complicaciones político-religiosas que la herejía albigense provocó en las tierras de la Occitania catalana. Al acelerar aquéllas el tal vez inevitable proceso histórico de apartamiento de las dos mitades del imperio de los condes-reyes, el triunfo de la Francia del Norte y de la ortodoxia centró definitivamente a Cataluña en España y unió para siempre sus destinos a los destinos de los otros pueblos españoles. Como la de Vogladum (507) siete siglos antes, la derrota de Muret (1213) fue una victoria en el camino del hacer de España. Y aunque aragoneses y catalanes no lo hayan sospechado fue una victoria para la pujanza histórica de la corona aragonesa. Al cerrarse aquella válvula de escape a la presión vital de los dos pueblos de Cataluña y Aragón, éstos buscaron nuevos cauces para verter su dinamismo. El Midi francés feudalmente fraccionado y erizado de rivales y de problemas múltiples no brindaba al potencial humano de aragoneses y catalanes un escenario parejo en perspectivas al que les ofrecían la España musulmana y el mar Mediterráneo.
 
Los dos primeros reyes de Aragón de la nueva dinastía catalana sintieron con fuerza los problemas hispanos, colaboraron con Castilla en la empresa de la reconquista y la ayudaron, en proporción grande, a sostener la gran acometida almohade. El vivaz hispanismo del más hostil a Castilla, movió a Alfonso II a hacer una peregrinación a la tumba del Apóstol, patrón de España. Jaime I, tal vez por haber pasado su niñez fuera de la Península, realizó una política acendradamente española, completó la reconquista catalano-aragonesa en colaboración con Castilla y concibió férvidamente a España como una unidad histórica. Los historiadores catalanistas lloran hoy todavía, como una desgracia nacional, la renuncia de El Conquistador a Murcia en beneficio de la superior solidaridad hispana. Su planteo sañudo se empareja con el no menos airado y anacrónico de los historiadores aragonesistas por la incorporación a Cataluña de la tierra de Lérida, geográfica e históricamente no catalana. Compensan sus otros auténticos errores y torpezas, su concepción de España como una comunidad unitaria y su amor hacia ella. Esto le movió a ayudar generosamente a Alfonso X de Castilla, sometiendo a los rebeldes moros de Murcia: "lo hemos hecho -escribe-, la primera cosa por Dios... La segunda por salvar a España." Y porque sentía la solidaridad trascendente de esa comunidad, en Lyon, al salir del Concilio en que se había ofrecido a ir en cruzada a Oriente, haciendo caracolear su caballo, exclamó: "Hoy ha quedado honrada toda España."
 
Un nuevo afortunado matrimonio -otra vez "Tú, feliz Barcelona, cásate"- llevó a los catalanes a Italia e inició la conquista del imperio mediterráneo español: el matrimonio de Pedro III el Grande con Constanza, heredera de los Staufen de Sicilia. Gran hazaña de un hombre y de un pueblo, pero que pudo ser realizada gracias al alzamiento y a la cooperación de los sicilianos; es decir, porque el conde-rey era el esposo de la hija de Manfredo.
 
¡Magnífica aventura la de Pedro y los catalanes! ¿Aventura? Sí, lo fue. El hombre y el pueblo continuaban la tradición hispana. Los iberos levantinos habían combatido en todas las riberas del Mediterráneo, siglos antes de Cristo; Tito Livio registró luego el espíritu aventurero de todos los peninsulares; y los cordobeses alzados contra Al-Hakam I y por él expulsados de España, conquistaron después, un poco más allá de Sicilia, Alejandría y Creta. La empresa catalana enlazaba además el ayer con el futuro; vinculaba la vieja tradición de la España primitiva con la serie de maravillosas aventuras de portugueses y castellanos -uso este nombre aquí para designar a todos los súbditos de los reyes de Castilla- que iban a constituir el tejido esencial de la historia hispana moderna. ¡Magnífica aventura la de Pedro y los catalanes! ¡Confirma la magnífica unidad temperamental de todos los hispanos, desde el cabo de Creus al de San Vicente y del cabo de Finisterre al de Palos!
 
El catalán Pedro el Grande, mostró ya claro espíritu quijotesco, años antes de que Cervantes modelase con el barro de Castilla la figura del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Porque conocía su temple de caballero hispano, Carlos de Anjou, para apartarlo del teatro de la guerra, desafió al conde-rey y fijó a Burdeos como lugar del reto. Y Pedro abandonó Sicilia, arrostró todos los peligros y acudió al palenque señalado el día convenido. Sólo un príncipe español habría realizado tal aventura -también Alfonso V de Aragón aceptó el desafío de Renato de Anjou y lo esperó en vano en el lugar y la fecha concertados-, digna de ser referida por la pluma cervantina. Otra muestra más de la unidad temperamental de los peninsulares.
 
El tradicional volumen de la viejísima interferencia de la religión en la vida de los hijos de Hispania, llevó a los hijos de Pedro el Grande, a Alfonso III y a Jaime II, a ceder ante la excomunión pontificia y a comprometerse en Tarascón y en Anagni a combatir al hermano que había recogido la herencia paterna y regía Sicilia. La castrense sumisión al papado, antes señalada, influía por igual en la política interior y exterior de todos los reinos hispanos: Alfonso Enríquez de Portugal y Pedro II de Aragón se declararon vasallos de la Santa Sede, y hacia la misma época en que los citados condes-reyes de Cataluña y Aragón se humillaban ante el Sumo Pontífice, los castellanos Alfonso X y Sancho IV soportaban sumisos la enemiga de los papas, y doña María de Molina compraba en muchos miles de doblas de oro ¡la bula de legitimación pontificial de su legítimo hijo, el rey Fernando IV de Castilla!. No obstante la saña del papado contra los reyes hispanos ninguno aventuraba una resistencia pareja de la que opusieron a la Santa Sede los Enriques o los Federicos alemanes o los Felipes franceses. También frente al Pontífice Cataluña-Aragón y Castilla se mostraban iguales.
 
Y en la más lejana y novelesca hazaña de la serie de gestas heroicas que constituyeron el histórico corolario de la boda de Pedro III y de Constanza de Suabia, en la expedición a Oriente de la Compañía Catalana -en ella figuraron también aragoneses- pueden sorprenderse muchos rasgos de los que habían luego de caracterizar las hazañas de los conquistadores castellanos -de Extremadura, Castilla, Vascongadas, Andalucía...- de América. El parangón es imposible y sería irreverente para los últimos, pues los héroes de la empresa americana nunca sirvieron como mercenarios, fueron un puñado los que acometieron cada empresa, ganaron imperios y crearon un mundo nuevo. Pero, salvadas todas las diferencias, ¡cuántas semejanzas acercan a los almogávares de Cataluña con los conquistadores de Castilla! ¡Y cuántas aproximan las dos aventuras!
 
Fueron las dos empresas realizadas al margen de la dirección y de la guía del Estado, por puro espíritu de aventura y por puro afán de pelea y de conquista. Igual arrojo, bravura, audacia y heroísmo y la misma fe del hombre en el hombre mostraron los catalanes en Oriente y los castellanos en América. Superaron aquéllos a éstos en crueldad, pero unos y otros fueron duros con los bizantinos y con los indios. Pareja emulación y parejas esperanzas de gloria y de medro fueron atrayendo, a Oriente primero y a América después, nuevas y nuevas catervas de aventureros catalanes y castellanos. Mancharon los catalanes con bárbaras discordias y con brutales asesinatos y emparedamientos de algunos de sus capitanes la gloria de sus hazañas, sobrepasando las violencias que se registraron en las guerras civiles mantenidas por los conquistadores en América; pero también acercaron a unos y a otros ese dividirse en facciones y ese estallar en contiendas intestinas apenas vencido el enemigo -y aun antes de llegar a someterlo-, sacudidos por frenéticos apetitos de poder. Catalanes y castellanos tuvieron bien abiertos los ojos a las culturas de los pueblos conquistados; los primeros trazaron un bello elogio del Partenón: "la más preciada joya que en el mundo existe y tal que en vano todos los príncipes de la tierra juntos quisieran hacerla semejante"; y los segundos describieron con galanura los grandes monumentos de los imperios americanos. Si los almogávares oyeron misa, en Grecia, en el templo de Atenea, los conquistadores la oyeron en el templo del Sol, de Cuzco. Catalanes y castellanos llevaron, a los ducados de Atenas y Neopatria los unos y a las inmensas extensiones de América los otros, su lengua, su derecho y su estilo de vida y tanto los unos como los otros gustaron de vivir señorialmente.
 
Espíritu aventurero, ambición de riquezas, heroísmo, crueldad, caudillismo, apetitos de mando, sañudas discordias civiles, curiosidad humana, orgullo, devoción, señorío... Castilla y Cataluña hermanadas por una comunidad de temperamento, por una pareja estructura vital, por un idéntico hispanismo irrenunciable. Las separaron muchas diferencias, normales corolarios de la diversa proyección de su historia -desde siglos antes de Cristo- hacia horizontes culturales y vitales muy distintos, por obra de su dispar situación geográfica en España y en Europa. A partir del siglo IX Cataluña conoció un régimen feudal de tipo carolingio, apoyado sobre una sociedad campesina de tipo dominical, con clases rurales en situación de dependencia servil; en contraste con la articulación vasallático-beneficial castellana, dormida en el prefeudalismo visigodo y desbordada por una masa rural de libres propietarios y de colonos libres. Al estancarse por siglos la reconquista -Barcelona fue conquistada el 801 y Tortosa en 1148- en parangón con la movilidad de la frontera de Castilla -Burgos fue fundada en 882, se ganó la línea del Duero en 912, Toledo fue conquistada en 1085 y a mediados del siglo XII se había llegado a Sierra Morena-, frente al estilo de vida señorial de un pueblo habituado a ganar la riqueza a bates de lanza, surgió en Cataluña la precisión de conquistarla en las tareas de paz; por ello Jaime I pudo reprochar a los castellanos su soberbia y Dante a los catalanes su "avara poberta". Esas urgencias vitales -la vieja tradición de la época romana nunca quizá olvidada- y su inserción en un mundo donde renacía, deprisa, la actividad económica y se gestaba la burguesía, favorecieron el desarrollo de la vida urbana y del espíritu burgués en Cataluña; mientras la prolongación multisecular de su antañona forma de existir retardó y menguó en Castilla el florecer de la vida ciudadana y de la sensibilidad burguesa.
 
Pero en Cataluña y en Castilla -en Castilla se habían mezclado, con el avance de la reconquista durante los siglos VIII a X todas las sangres de España, como en Cataluña durante la lejana prehistoria- por bajo de una superestructura disímil alentaba el mismo "homo hispanus", con parejas calidades y análogos defectos. Un hombre en quien triunfaba sobre la razón el ímpetu de vida, que seguía al caudillo por devoción humana y no por comunes convicciones, anclado en la hombría y amador del libérrimo ejercicio de su propio albedrío, pronto a explotar en tormentas de saña y de violencia y siempre de ásperas aristas, confiado en su fuerza y desdeñador de la ajena, altanero y orgulloso hasta sacrificar su bienestar a un ideal religioso o político y más inclinado a la acción -guerra o comercio- que al quieto meditar o al trabajo despacioso. Una costra diferente: feudalismo y burguesía frente a democracia y patriciado caballeresco, cubría a dos pueblos parejos; a dos pueblos parejos que cuando rompían las cadenas que los ataban a la monotonía de su vivir diario, descubrían su integral semejanza.
 
Esa semejanza se mostraba hasta en las múltiples proyecciones de su común pasión. Catalanes y castellanos enfrentaron a las veces con la misma altanera acritud a la divinidad, al conjugar su violencia emocional con su concepción vasallática de las relaciones del hombre con Dios: era catalán el ballestero tahur de la cantiga que, devoto de María pero sañudo contra ella porque perdía siempre en el juego, lanzó hacia el cielo su saeta. Y el mismo violento y rapaz antisemitismo -a la par hostilidad religiosa y enemiga económica- mostraron también al unísono los súbditos del rey de Castilla y del conde-rey de Barcelona y Aragón, en 1391; a los pocos días de comenzar los asaltos y matanzas de las juderías en tierras andaluzas, asaltaban y mataban judíos a su sabor los catalanes.
 
He estudiado antes el hispanismo del que he llamado el Quijote del Gótico, el mallorquín Raimundo Lulio, y he señalado cómo destacan en él rasgos temperamentales de la pura españolía: yo explosivo y torrencial, activismo triunfante de la quieta adoración, quimérica esperanza de cambiar el mundo a su albedrío, orgullo impetuoso que se irrita al chocar con el desdén, el ánima pronta para la muerte, impaciencia vehemente, cristianismo militante... El Doctor Iluminado, uno de los más excelsos arquetipos de lo catalán, fue también, por tanto, magnífico arquetipo de lo español.
 
Superestructura diversa y pareja contextura vital. Puerta, más que ventana, de España hacia Europa, llegaban pronto a Cataluña las ideas, las formas de vida, las articulaciones orgánicas de allende el Pirineo y de allende el mar y eran recibidas y adoptadas en ella temprano. Pero tales recepciones y adopciones no alteraban sino muy despacio su remota herencia temperamental hispánica, pareja de la recibida también por las diversas agrupaciones históricas peninsulares. Se alejaba Cataluña despaciosamente de la matriz común, pero sobrevivía la fraternidad inquebrantable que la vinculaba a los otros pueblos de Hispania.
 
Desde 1137 estaba unida a Aragón. Vascón y celtíbero, encerrado entre montañas y sin salida al mar, con una vivaz tradición reconquistadora, sin otro posible campo de expansión que la España musulmana, psíquica y vitalmente más hermanado con sus vecinos de poniente que con sus vecinos de levante y con un habla muy afín del habla castellana, la comunidad de historia y de destino más acercaba Aragón a Castilla que a Cataluña. Pero se unió con ésta porque a la muerte de Alfonso el Batallador faltó un hombre de talla suficiente para enfrentar la crisis y regir el reino aragonés. Porque estaban muy recientes las sañudas discordias que habían enfrentado al rey de Aragón con cuanto significaba en León y Castilla el gallego Alfonso Raimúndez, y era muy honda la cisura que había apartado durante un cuarto de siglo a leoneses y castellanos de aragoneses y navarros. Y porque ante la muy desigual fuerza política de Alfonso el Emperador y del conde Ramón Berenguer de Barcelona, Aragón juzgó que mientras su unión con León y Castilla podía significar su absorción por un estado poderoso, al entregarse al soberano de un grupo de pequeños condados, podría conservar su personalidad e incluso convertirse en el elemento rector de la doble monarquía.
 
Aragón se engañó a medias en sus cálculos; conservó sí su personalidad histórica, pero no dirigió ni marcó rumbos a la doble comunidad política, regida en adelante por los condes-reyes. Abultan los historiadores catalanistas la importancia del papel desempeñado por Cataluña en el equilibrio político de los reinos que integraron la Corona Aragonesa llegan a exaltar la conducta respetuosa de la Cataluña hegemónica con el mediatizado Aragón. Era éste demasiado extenso y fuerte y demasiado arriscado y celoso de sus propias costumbres y libertades para que los catalanes hubieran osado en verdad intervenir en su vida política. Está por hacer desapasionadamente la historia de las relaciones entre los diversos miembros de la Corona. Su pareja fuerza vital hizo imposible la hegemonía de Aragón sobre Cataluña y la de Cataluña sobre Aragón; por ello Valencia no fue incorporada a ninguno de los dos estados, sino que se constituyó en un tercer reino autónomo y con propia personalidad histórica. Pero tierra de conquista y de colonización, como Aragón había sido antes, Valencia no se estructuró social y políticamente conforme al régimen feudal de Cataluña sino según módulos distintos, más emparentados con la tradición institucional aragonesa, y sobre una población rural morisca que también existía en Aragón pero no en Cataluña.
 
Aragón y Cataluña vivieron unidos y distantes. Fueron los catalanes quienes idearon y realizaron las grandes aventuras que ilustraron su historia y la de España. Encerrados en su solar histórico los aragoneses no los secundaron en sus empresas. Más aun; llegaron a dificultarlas, alzándose contra los reyes que las acometieron, en momentos harto difíciles para ellos.
 
Su historia, pareja de la historia castellana, había arraigado en los aragoneses la misma fervorosa devoción por la guerra divinal y había atenuado su sensibilidad para captar la significación de las contiendas no nimbadas por la aureola de la lucha contra infieles. Por eso y por su alejamiento de las playas mediterráneas, no comprendieron el valor histórico de las luchas de sus príncipes por ganar la lejana Sicilia, ni sintieron placer al verlos enfrentados con el Papa. No sólo contemplaron con frialdad las aventuras de Pedro III, sino que, aprovechando sus apuros y los de su hijo Alfonso III les arrancaron el Privilegio General y el Privilegio de la Unión, verdaderas constituciones políticas reguladoras de los derechos de las dos oligarquías de Aragón: la nobleza y las ciudades; y digo de las dos oligarquías porque los campesinos aragoneses siguieron señorialmente en servidumbre hasta la Edad Moderna. Y mientras Pedro IV trataba de arrebatar por la violencia el reino de Mallorca a su cuñado y de incorporarle a su corona, juntos aragoneses y valencianos -he ahí una prueba de su parentesco institucional- se alzaron contra el rey -se alzó la "Unión" integrada por la oligarquía nobiliaria y burguesa de los dos reinos- y Pedro IV besó la tierra catalana cuando logró liberarse de los rebeldes de Aragón y de Valencia. Ese beso, legendario o histórico, y la petición de la "Unión" a Pedro IV de que apartara de su lado a algunos caballeros catalanes, atestiguan hacia cuál de los tres estados de la Confederación iban las simpatías de los condes-reyes. Cataluña apoyó con entusiasmo la política imperialista y centralista de los nietos de Ramón Berenguer IV. ¿Los catalanes secundando el imperialismo centralizador de sus príncipes? Sí; aunque hoy asombre, Pedro IV, por ejemplo, superó a todos los reyes hispanos en la realización de tal política. Sin escrúpulo alguno y con sobra de astucia y crueldad, despojó de sus dominios a su cuñado el rey de Mallorca y tuvo muchos años encerrado en una jaula a su sobrino. Y recurrió a todas las argucias y golpes de mano a fin de raptar a María de Sicilia, que podía alzarse con el señorío de la isla y de los ducados de Atenas y Neopatria, para casarla con su nieto y asegurar así la incorporación a Cataluña de aquellos lejanos jirones del imperio conquistado por los marinos y soldados catalanes. Y los catalanes de entonces al secundar la política imperialista y centralista del monarca, y los de hoy al historiarla con aplauso, acreditan cómo se enfrentan y se juzgan los procesos históricos de modo diferente según se realicen en beneficio o en mengua del grupo humano a que pertenecemos. Ni a los catalanes de antaño ni a los de nuestros días se les pasó ni se les ha pasado por las mientes el obligado respeto a la libérrima determinación de los isleños de Baleares y de Sicilia; éstos claramente opuestos a la sazón a renunciar a su independencia para unirse a Cataluña.
 
Cataluña fuerte en el mar y en él entregada a una intensa vida comercial, fue acuñando una personalidad de rasgos muy firmes Pero dentro de España y con clara conciencia de su irrenunciable condición de miembro activo de la comunidad histórica que España constituía desde siempre. Bosch Gimpera hace años y en estos días Maravall han señalado la frecuencia con que esos condes-reyes, que tan entrañablemente amaban a su tierra catalana, y los soldados, marinos y cronistas de Cataluña juzgaron a España como una unidad humana y vital de la que ellos y su país formaban parte. Si Jaime I habló de la salvación y de la honra de España, Pedro III creía que en su duelo de Burdeos iba a debatirse el honor de España. Jaime II, al conocer la accesión al trono de Castilla del rey menor Fernando IV, dijo que por tal causa iba a recaer sobre él la carga toda de España... Y Muntaner, soldado-cronista de la expedición catalana a Oriente, habló también de que todos los reyes de España eran de una carne y una sangre.
 
La elección de Fernando de Antequera como rey de Aragón por los votos de tres aragoneses, dos valencianos y un catalán -Aragón se acercó ahora a Castilla siguiendo la natural inclinación de su destino histórico-, cambió la postura de la dinastía frente a los diversos estados que integraban la corona aragonesa. Los soberanos de la casa de Trastamara dejaron de mimar a Cataluña y ésta perdió, de pronto, su posición preeminente en la política de la Confederación. Tal pérdida se acentuó de modo singular durante el reinado del tercero de los Trastamaras. Sacudían al país fuertes tensiones sociales: en Barcelona el proletariado -la busca- se agitaba contra la oligarquía urbana -la biga-; y en todo el principado los payeses de remensa trataban de obtener su libertad frente a los señores; Vicens Vives ha estudiado esos problemas en tres libros excelentes. Pero cualquiera que hubiese sido la acuidad de tales tensiones no habrían bastado a provocar la rebelión de los catalanes contra Juan II, si no se hubiera cruzado en el camino la reacción sentimental de Cataluña y especialmente de la ciudad umbilical del país hasta entonces mimada por los reyes de la vieja dinastía. Porque, contra lo que Calmette creyó en su día, el alzamiento no fue provocado por el intento centralizador de la Corona; y no fue ésta el factor determinante de la crisis, como cree aún el celo de algunos historiadores catalanistas. No cabe escamotear la responsabilidad del conde-rey ni puede negarse la importancia de las cuestiones sociales señaladas, pero sin el consciente o subconsciente rencor de Cataluña por la declinación de su preeminencia secular, o la lucha no habría empezado o no habría sido tan prolongada y tan sañuda. Esa lucha a la largo contribuyó en todo caso al alejamiento del principado de la matriz histórica común. Por sus proyecciones en la vida psíquica y material de Cataluña, puso plomo en el ala de su audacia aventurera y acentuó el bache ya secular de su economía, recién estudiado por Vilar. Tal declinación la apartó de las comunes tareas hispanas de los albores de la Modernidad -en especial de la empresa americana- lo que, a la postre, al aislarla en su rincón mediterráneo y al diferenciar su estilo vital del común a los otros pueblos peninsulares, dificultó su plena integración en la suprema unidad hispana.
 
La unión de los dos reinos de Aragón y de Castilla y el descubrimiento de América colocaron en seguida a Cataluña en una postura marginal: a una Cataluña hasta allí extraordinariamente favorecida por la suerte -¡Tú, feliz Barcelona, cásate!- y habituada a ser el pueblo, si no hegemónico, sí dirigente de los que eran regido por los condes-reyes. Esa situación marginal fue resultado incoercible de dos magnos sucesos históricos y no de ninguna voluntad hispana adversa a Cataluña. Al realizarse la unión de las dos Coronas inexorablemente había de constituirse Castilla en centro político de España, porque lo era geográficamente y porque superaba mucho en población, en riqueza y en potencial histórico a la Corona aragonesa; sobre todo después de la ruina económica y de la declinación vital del Principado, como consecuencia especialmente de sus luchas contra Juan II. Y no fue culpa de los castellanos la ausencia de Cataluña de la empresa americana. Pese al testamento de la Reina Católica -equivocado en la cláusula que reservaba a sus propios súbditos la explotación del Nuevo Mundo- los catalanes habrían podido intervenir en la conquista de América si lo hubiesen deseado; les faltó espíritu de aventura tanto como les sobró espíritu burgués. Por la misma causa no participaron en la colonización. En las primeras décadas del siglo XVI pudieron comerciar con América; en otro caso no se habría formado en 1525 una compañía mercantil en Barcelona y por ciudadanos barceloneses, para exportar estameñas y calceterías a las 'Indies del mar Hoceano", a la Española, San Juan, Cuba y Yucatán; compañía cuyo texto ha publicado Raimundo Noguera. Desde 1526 pudieron legalmente pasar a las Indias conforme a una Real Cédula de Carlos V que ha publicado Torre Revello. Y aun sin estar autorizados vinieron a estas plazas americanas multitud de aventureros no peninsulares. La concentración en Sevilla -según Chaunu inevitable- del tráfico de América tanto dañó a Cataluña como a las otras regiones de España. Y era más caro y difícil llevar mercaderías hasta el emporio sevillano desde Flandes o Génova y desde Burgos o Toledo que desde Barcelona. Si en el Principado hubiera habido una vida industrial pareja a la flamenca o a la genovesa, los catalanes no sólo habrían competido con esos países en Sevilla: habrían también comerciado en tierras castellanas, como hacían en ellas incluso los enemigos ultrapirenaicos y ultramarinos de España.
 
Pero esa situación marginal de Cataluña en la que el pueblo castellano no tuvo culpa alguna, dificultó el allanamiento de las diferencias que la separaban de los otros reinos peninsulares; unos nacidos como normal proyección histórica de los diversos núcleos iniciales de resistencia al Islam que surgieron en el norte de España; y otros, en prolongación afortunada de las comunidades políticas a que la historia dispar de esos núcleos primitivos fue dando origen en el transcurso de la reconquista. Y los errores de las dinastías que rigieron a España en la Edad Moderna y también los errores de los catalanes, sería injusto negarlo, han mantenido en pie el particularismo medieval de Cataluña, no más antiguo ni distinto ni más firme ni más acusado que el particularismo, de estirpe medieval, de Galicia, León, Castilla, Navarra, Aragón, Valencia, Murcia, Andalucía... De una Cataluña que, después de apartarse de Francia movida por su hispanismo integral, vivió cuatro siglos vinculada a Aragón y lleva casi cinco unida a los demás pueblos españoles.
 
Cataluña contribuyó más que ninguna otra región de la Península a hacer a España bajo la égida de Roma, cuando ni siquiera era posible adivinar en el misterioso e incierto futuro de Hispania el nacimiento de Castilla. Grandes conductores y escritores de la Cataluña medieval, autónoma dentro de la Corona aragonesa, sintieron la unidad histórica y vital de España con no menos convicción y muchas veces con más firmeza y claridad que los príncipes y escritores castellanos. Cataluña ha dado a la comunidad nacional española de que forma parte, el imperio mediterráneo, grandes figuras humanas, ideas y ejemplos magníficos. España es tan obra suya como de los otros muchos grupos históricos peninsulares, sus hermanos por la sangre y el espíritu y sus iguales en derecho

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