martes, 23 de septiembre de 2014

ANDALUCÍA EN LAS ESPAÑAS, SEGÚN D. FRANCISCO ELÍAS DE TEJADA

ANDALUCÍA (De "Las Españas". Francisco Elías de Tejada). Parte 6 (Última)

6-LA HERENCIA DE ANDALUCÍA 

El individualismo natural del andaluz engendra su natural ineficacia política. La inhabilidad para crear imperios o sencillamente siquiera centros de integración autónoma es la gran laguna que le acorta posibilidades de pesar en la Historia del mundo. Vivieron su separación política frente a los íberos y celtas de la vecindad bárbara, cuando no existía España ni aun siquiera las colinas del Latio presenciaban el paso de la loba llamada a parir las nacionalidades hispánicas. 

Parece como si, agotados por aquel esfuerzo lejanísimo, o  tal vez como si desengañados de la eficacia efectiva de esfuerzos semejantes, hubieran decidido cortar el hilo de sus afanes políticos, renunciando para siempre jamás a todo lo que no fuese la vida íntima, telúrea y realista de su religión de la naturaleza. 

Los andaluces no han demostrado aptitud suficiente para constituir núcleos de ordenación superior a la familia o a la localidad. En las llanuras de las márgenes del Guadalquivir o del Guadiana, como en las crestas mariánicas o penibéticas, les sobra con las posibilidades que abastecen la familia o el pueblo. En este aspecto no hay dos Andalucías, la griega y la moruna que  cantó José María Pemán, sino una sola turdetana y antiestatal, despectiva para el poder político, hostil a los modos de mando y señorío, desinteresada por esas cosas del señor y del plebeyo. Andalucía no fue ni será nunca una nación transformada en Estado, por más que constituya la nación más cabal y completa entre todas las españolas. Allí no cabe el señor, sino el señorito; ese señorito tan neciamente afeado por determinadas propagandas, pues el señorito es el señor cariñosamente diminuto en el apelativo, que apea el tratamiento porque manda de hombre a hombre, de igual a igual, de hijo de la próvida naturaleza a hijo de la próvida naturaleza. Es el ordenar del señorito un ordenar  anárquico, rotas las jerarquías; mejor dicho, ajeno a las jerarquías feudales o económicas. Y esto porque sobre las diferencias crematísticas o nobiliarias está la gran ley de la igualdad de todos, ricos y pobres, señores y jornaleros, ante el polícromo altar de los árboles y de los trigos, del mismo goce de un solo terruño y de un solo sol comunes. Cuando el antiquísimo Habes separó las gentes de la cuenca del Guadalquivir en siete grupos de populus y de plebs, la diferenció por su mayor o menor obligación de trabajar, o sea tal como hoy se diferencian señoritos y braceros; mas ni por un instante se le ocurrió el absurdo de separar jerarquías cerradas de raza o de fe a unos hombres que se sentían iguales. Tal cosa hubiera sido un sacrilegio, profanar la ley sagrada de la igualdad de todos los andaluces en el culto de la diosa Naturaleza. 

Andalucía es un pueblo culturalmente viejo, en  el que los años han creado el mito del despego por la política. Por eso es nación completa y Estado irrealizable. 

Suele decirse que el genio andaluz ha plasmado en la religiosidad católica. Pero yo no lo creo, Por el contrario, me parece que el aparato de religiosidad externa característico de los actos del culto católico andaluz son una flagrante negación de la fe que ha de ser peculiar a la religiosidad cristiana. Para ello se alega como calificadísimo argumento el espléndido espectáculo de las procesiones de Semana Santa, apogeo triunfal de luces parpadeando en la noche, andas con vírgenes policromas meciéndose y temblando según el aire azota millares de velas encendidas, palios y mantos engastados de pedrería donde parece titilar el suave luminar de mil estrellas terrenales, dolor y pasión de un Dios muerto por los hombres en un acto supremo de pena y de grandeza. Y en verdad que, considerado estéticamente, no tiene par el espectáculo de  aquellas maderas expresivas que rememoran todos los rincones de Málaga o de Sevilla con nombres radiantes de universal popularidad, avanzando cadenciosamente al son de músicas de magia apenas si cortadas por la puñalada emotiva de una saeta, que al pasar la procesión queda flotando en el aire como un símbolo de la fe viva de Andalucía. 

¡La saeta! Ese es el timbre gozoso en el escudo de la religión del sur de la Península. 

Nada menos que un gran canónigo y popular novelista sevillano lo dijo de una vez al definidas cual «passio Domini nostri Jesu Christi secundum populum», como la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según el pueblo. Definición de la saeta por Juan Francisco Muñoz y Pabón que algún cronista, Manuel Sánchez del Arco, extendió a toda la Semana Santa sevillana (Cruz de guía. Exégesis profana de la Semana Santa en Sevilla; Madrid, Editora Nacional, 1943, página 133). 

Mas ésa es una visión falsa. La policromía de las imágenes no dice nada al corazón, sino a los ojos. Hablan al sevillano porque a él, hijo de la tierra de la luz y del color, la religión tiene que entrarle por los ojos físicos; pero nada cuentan a quien no crea en la prédica de los signos exteriores. Siempre recordaré el funesto espectáculo que en mi conciencia cristiana a secas, hecha a tomar la religión en serio y a verla caldear de emoción las profundidades de mi alma, causó la contemplación de la Semana Santa sevillana. Gentes que festejan el desfile de los «pasos» con grito" en donde no falta el denuesto y en que se insulta a la Virgen para ponderar la lozanía de su hermosura; raptos de pasión hacia una imagen concreta, la Macarena o Jesús del Gran Poder, que para el sevillano son dioses concretos, con personalidad aparte bien diferenciada de las demás Vírgenes o de los demás Cristos; borracheras, danzas de beodos delante de las andas; canciones y gritos, voces y charangas. 

Nada que Incite al rezo ni lleve a mover los labios elevando el corazón a Dios. Las procesiones de Semana Santa, lejos de evocar los sufrimientos de Cristo en el Calvario, son el mejor remedo de las fiestas paganas con que hace veinte siglos los mismos hombres de Andalucía festejaban el culto de otros dioses. 

Las saetas constituyen la perenne oración de ese culto, la vía por donde penetra el «cante jondo» en las orquestaciones cristianas de la Semana Santa. Su voz es la presencia del culto a la Naturaleza que reaparece entremezclado en el culto de los dioses cristianos. Porque, conviene repetirlo: para el andaluz subsiste la multitud pagana de los dioses; lo que sucede es que, en vez de adorar a Venus y a Diana, adoran a la Esperanza de la Macarena o a la Consolación de Utrera. Al Cachorro de Triana o a Jesús del Gran Poder. 

Por eso la única cosa que traspasa el alma del andaluz auténtico son las saetas, el «cante» pagano en la policromía rotunda de una noche de procesiones, el rezo apropiado para la noche azul y perfumada, rezo en que alienta el dolor adonisíaco por la muerte triunfal de la naturaleza. 

Por lo dicho, opino que no es la religiosidad cristiana lo característico de lo andaluz. Y si tampoco ha cuajado en un Estado, ¿dónde encontrar entonces la tabla de valores que constituyen el legado de este pueblo viejísimo al acervo de la humanidad? 

Mi respuesta es inmediata y concluyente: en el individuo. Andalucía no es cristiana ni política. Pero ha generado un tipo de hombre sabio a su manera, escéptico desde la cuna, vivaracho y holgazán, listo y despreocupado, admirable unas veces y otras repugnante, en donde anida un estilo vital de imponderable lozanía. 

Individualmente considerado, ese hombre andaluz es por esencia enemigo de lo colectivo. No atiende egoísticamente más que a la felicidad personal, dándosele un ardite de todo lo demás. Tan individual en su estilo, que no contento con las catalogaciones nominales que son los nombres y los apellidos, impuso la necesidad de agregarles un otro apelativo calificador : el mote, adminículo indispensable en la nomenclatura popular de Andalucía. 

Su producto más sazonado es ‘la gracia’, ‘er ange’. La gracia, que ellos consideran patrimonio de la tierra. El forastero es un mar’ange, un no bien nacido; esto es, hombre a quien le falta la gracia por no ser andaluz. Una vez más en la fijación de quienes tengan o no gracia o ange influye la coordenada específica de la mentalidad andaluza, a tenor de la cual es la tierra, y no la raza, el dato base de la calificación. 

Esa gracia, locuaz y profunda, rica en seriedades bajo la aparente cobertura de frases huecas, intencionadas, sin dejar de ser inocente en la característica guasita, es la condensación en una estructura sociológica formal de convivencia de miles y miles de años de continua depuración espiritual ; es la filosofía senequista de la vida, despectiva de lo importante por deméritos de su contingencia; es el orgullo augusto de sentirse superior por la sola causa de ser andaluz, pero no con una superioridad política despreciada a fuer de transitoria, sino con una superioridad humana, viva, de hombre viejo y curtido a mozuelo imberbe escaso de experiencias. Es el vino viejo de solera andaluza envasado en la botella del siglo xx. Merced a la gracia, el tipo andaluz adquiere proporciones de magno legado histórico. Cuanto de importante hay en él es ese subrayar lo humano, rendido a lo natural a costa de lo político; hecho a exquisiteces individuales por mor de despreciar las grandezas de magnitud colectiva. 

No le pidáis al andaluz imperialismos, dimensiones colosales, aparato de cosas por el que se afanan los demás hombres de la Península. A él ya le pasó la enfermedad del afán de lo glorioso. Os responderá con una sonrisa burlona, en donde encerrará, un poco misteriosamente, su olímpico desdén por esas cosas suprahumanas, y seguirá su camino a paso lento, dejándose tostar por el sol y aspirando a pulmón lleno los efluvios gozosos de su tierra prodigiosa. 

Si le observáis con atención, puede que veáis cómo en ese disfrute de la lujuria de las cosas naturales pliega sus labios con un gesto de diáfano desdén. Entonces es que agradece a su dios-toro haberle hecho nacer en tierras andaluzas.
 
ANDALUCÍA EN "LAS ESPAÑAS" (VI)
 
Por Francisco Elías de Tejada y Spínola.
De su obra "Las Españas" (Ed. Ambos Mundos. Madrid, 1948).
 
LA HERENCIA DE ANDALUCÍA
               
El individualismo natural del andaluz engendra su natural ineficacia política. La inhabilidad para crear imperios o sencillamente siquiera centros de integración autónoma es la gran laguna que le acorta posibilidades de pesar en la Historia del mundo. Vivieron su separación política frente a los íberos y celtas de la vecindad bárbara, cuando no existía España ni aun siquiera las colinas del Latio presenciaban el paso de la loba llamada a parir las nacionalidades hispánicas. Parece como si, agotados por aquel esfuerzo lejanísimo, o  tal vez como si desengañados de la eficacia efectiva de esfuerzos semejantes, hubieran decidido cortar el hilo de sus afanes políticos, renunciando para siempre jamás a todo lo que no fuese la vida íntima, telúrea y realista de su religión de la naturaleza.
Los andaluces no han demostrado aptitud suficiente para constituir núcleos de ordenación superior a la familia o a la localidad. En las llanuras de las márgenes del Guadalquivir o del Guadiana, como en las crestas mariánicas o penibéticas, les sobra con las posibilidades que abastecen la familia o el pueblo. En este aspecto no hay dos Andalucías, la griega y la moruna que  cantó José María Pemán, sino una sola turdetana y antiestatal, despectiva para el poder político, hostil a los modos de mando y señorío, desinteresada por esas cosas del señor y del plebeyo. Andalucía no fue ni será nunca una nación transformada en Estado, por más que constituya la nación más cabal y completa entre todas las españolas. Allí no cabe el señor, sino el señorito; ese señorito tan neciamente afeado por determinadas propagandas, pues el señorito es el señor cariñosamente diminuto en el apelativo, que apea el tratamiento porque manda de hombre a hombre, de igual a igual, de hijo de la próvida naturaleza a hijo de la próvida naturaleza. Es el ordenar del señorito un ordenar  anárquico, rotas las jerarquías; mejor dicho, ajeno a las jerarquías feudales o económicas. Y esto porque sobre las diferencias crematísticas o nobiliarias está la gran ley de la igualdad de todos, ricos y pobres, señores y jornaleros, ante el polícromo altar de los árboles y de los trigos, del mismo goce de un solo terruño y de un solo sol comunes. Cuando el antiquísimo Habes separó las gentes de la cuenca del Guadalquivir en siete grupos de populus y de plebs, la diferenció por su mayor o menor obligación de trabajar, o sea tal como hoy se diferencian señoritos y braceros; mas ni por un instante se le ocurrió el absurdo de separar jerarquías cerradas de raza o de fe a unos hombres que se sentían iguales. Tal cosa hubiera sido un sacrilegio, profanar la ley sagrada de la igualdad de todos los andaluces en el culto de la diosa Naturaleza.
Andalucía es un pueblo culturalmente viejo, en  el que los años han creado el mito del despego por la política. Por eso es nación completa y Estado irrealizable.
Suele decirse que el genio andaluz ha plasmado en la religiosidad católica. Pero yo no lo creo, Por el contrario, me parece que el aparato de religiosidad externa característico de los actos del culto católico andaluz son una flagrante negación de la fe que ha de ser peculiar a la religiosidad cristiana. Para ello se alega como calificadísimo argumento el espléndido espectáculo de las procesiones de Semana Santa, apogeo triunfal de luces parpadeando en la noche, andas con vírgenes policromas meciéndose y temblando según el aire azota millares de velas encendidas, palios y mantos engastados de pedrería donde parece titilar el suave luminar de mil estrellas terrenales, dolor y pasión de un Dios muerto por los hombres en un acto supremo de pena y de grandeza. Y en verdad que, considerado estéticamente, no tiene par el espectáculo de  aquellas maderas expresivas que rememoran todos los rincones de Málaga o de Sevilla con nombres radiantes de universal popularidad, avanzando cadenciosamente al son de músicas de magia apenas si cortadas por la puñalada emotiva de una saeta, que al pasar la procesión queda flotando en el aire como un símbolo de la fe viva de Andalucía.
¡La saeta! Ese es el timbre gozoso en el escudo de la religión del sur de la Península.
Nada menos que un gran canónigo y popular novelista sevillano lo dijo de una vez al definidas cual «passio Domini nostri Jesu Christi secundum populum», como la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según el pueblo. Definición de la saeta por Juan Francisco Muñoz y Pabón que algún cronista, Manuel Sánchez del Arco, extendió a toda la Semana Santa sevillana (Cruz de guía. Exégesis profana de la Semana Santa en Sevilla; Madrid, Editora Nacional, 1943, página 133).

Mas ésa es una visión falsa. La policromía de las imágenes no dice nada al corazón, sino a los ojos. Hablan al sevillano porque a él, hijo de la tierra de la luz y del color, la religión tiene que entrarle por los ojos físicos; pero nada cuentan a quien no crea en la prédica de los signos exteriores. Siempre recordaré el funesto espectáculo que en mi conciencia cristiana a secas, hecha a tomar la religión en serio y a verla caldear de emoción las profundidades de mi alma, causó la contemplación de la Semana Santa sevillana. Gentes que festejan el desfile de los «pasos» con grito" en donde no falta el denuesto y en que se insulta a la Virgen para ponderar la lozanía de su hermosura; raptos de pasión hacia una imagen concreta, la Macarena o Jesús del Gran Poder, que para el sevillano son dioses concretos, con personalidad aparte bien diferenciada de las demás Vírgenes o de los demás Cristos; borracheras, danzas de beodos delante de las andas; canciones y gritos, voces y charangas.
Nada que Incite al rezo ni lleve a mover los labios elevando el corazón a Dios. Las procesiones de Semana Santa, lejos de evocar los sufrimientos de Cristo en el Calvario, son el mejor remedo de las fiestas paganas con que hace veinte siglos los mismos hombres de Andalucía festejaban el culto de otros dioses.
 
Las saetas constituyen la perenne oración de ese culto, la vía por donde penetra el «cante jondo» en las orquestaciones cristianas de la Semana Santa. Su voz es la presencia del culto a la Naturaleza que reaparece entremezclado en el culto de los dioses cristianos. Porque, conviene repetirlo: para el andaluz subsiste la multitud pagana de los dioses; lo que sucede es que, en vez de adorar a Venus y a Diana, adoran a la Esperanza de la Macarena o a la Consolación de Utrera. Al Cachorro de Triana o a Jesús del Gran Poder.
 
Por eso la única cosa que traspasa el alma del andaluz auténtico son las saetas, el «cante» pagano en la policromía rotunda de una noche de procesiones, el rezo apropiado para la noche azul y perfumada, rezo en que alienta el dolor adonisíaco por la muerte triunfal de la naturaleza.
Por lo dicho, opino que no es la religiosidad cristiana lo característico de lo andaluz. Y si tampoco ha cuajado en un Estado, ¿dónde encontrar entonces la tabla de valores que constituyen el legado de este pueblo viejísimo al acervo de la humanidad?

Mi respuesta es inmediata y concluyente: en el individuo. Andalucía no es cristiana ni política. Pero ha generado un tipo de hombre sabio a su manera, escéptico desde la cuna, vivaracho y holgazán, listo y despreocupado, admirable unas veces y otras repugnante, en donde anida un estilo vital de imponderable lozanía.
 
Individualmente considerado, ese hombre andaluz es por esencia enemigo de lo colectivo. No atiende egoísticamente más que a la felicidad personal, dándosele un ardite de todo lo demás. Tan individual en su estilo, que no contento con las catalogaciones nominales que son los nombres y los apellidos, impuso la necesidad de agregarles un otro apelativo calificador : el mote, adminículo indispensable en la nomenclatura popular de Andalucía.
Su producto más sazonado es ‘la gracia’, ‘er ange’. La gracia, que ellos consideran patrimonio de la tierra. El forastero es un mar’ange, un no bien nacido; esto es, hombre a quien le falta la gracia por no ser andaluz. Una vez más en la fijación de quienes tengan o no gracia o ange influye la coordenada específica de la mentalidad andaluza, a tenor de la cual es la tierra, y no la raza, el dato base de la calificación.
 
Esa gracia, locuaz y profunda, rica en seriedades bajo la aparente cobertura de frases huecas, intencionadas, sin dejar de ser inocente en la característica guasita, es la condensación en una estructura sociológica formal de convivencia de miles y miles de años de continua depuración espiritual ; es la filosofía senequista de la vida, despectiva de lo importante por deméritos de su contingencia; es el orgullo augusto de sentirse superior por la sola causa de ser andaluz, pero no con una superioridad política despreciada a fuer de transitoria, sino con una superioridad humana, viva, de hombre viejo y curtido a mozuelo imberbe escaso de experiencias. Es el vino viejo de solera andaluza envasado en la botella del siglo xx. Merced a la gracia, el tipo andaluz adquiere proporciones de magno legado histórico. Cuanto de importante hay en él es ese subrayar lo humano, rendido a lo natural a costa de lo político; hecho a exquisiteces individuales por mor de despreciar las grandezas de magnitud colectiva.
No le pidáis al andaluz imperialismos, dimensiones colosales, aparato de cosas por el que se afanan los demás hombres de la Península. A él ya le pasó la enfermedad del afán de lo glorioso. Os responderá con una sonrisa burlona, en donde encerrará, un poco misteriosamente, su olímpico desdén por esas cosas suprahumanas, y seguirá su camino a paso lento, dejándose tostar por el sol y aspirando a pulmón lleno los efluvios gozosos de su tierra prodigiosa.
Si le observáis con atención, puede que veáis cómo en ese disfrute de la lujuria de las cosas naturales pliega sus labios con un gesto de diáfano desdén. Entonces es que agradece a su dios-toro haberle hecho nacer en tierras andaluzas. 

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