ANDALUCÍA EN "LAS ESPAÑAS" (VI)
Por Francisco Elías de Tejada y Spínola.
De su obra "Las Españas" (Ed. Ambos Mundos. Madrid, 1948).
De su obra "Las Españas" (Ed. Ambos Mundos. Madrid, 1948).
LA HERENCIA DE ANDALUCÍA
El individualismo natural del andaluz engendra su natural ineficacia política. La inhabilidad para crear imperios o sencillamente siquiera centros de integración autónoma es la gran laguna que le acorta posibilidades de pesar en la Historia del mundo. Vivieron su separación política frente a los íberos y celtas de la vecindad bárbara, cuando no existía España ni aun siquiera las colinas del Latio presenciaban el paso de la loba llamada a parir las nacionalidades hispánicas. Parece como si, agotados por aquel esfuerzo lejanísimo, o tal vez como si desengañados de la eficacia efectiva de esfuerzos semejantes, hubieran decidido cortar el hilo de sus afanes políticos, renunciando para siempre jamás a todo lo que no fuese la vida íntima, telúrea y realista de su religión de la naturaleza.
Los andaluces no han demostrado aptitud suficiente para
constituir núcleos de ordenación superior a la familia o a la localidad. En las
llanuras de las márgenes del Guadalquivir o del Guadiana, como en las crestas mariánicas
o penibéticas, les sobra con las posibilidades que abastecen la familia o el
pueblo. En este aspecto no hay dos Andalucías, la griega y la moruna que cantó José María Pemán, sino una sola turdetana
y antiestatal, despectiva para el poder político, hostil a los modos de mando y
señorío, desinteresada por esas cosas del señor y del plebeyo. Andalucía no fue
ni será nunca una nación transformada en Estado, por más que constituya la
nación más cabal y completa entre todas las españolas. Allí no cabe el señor,
sino el señorito; ese señorito tan neciamente afeado por determinadas
propagandas, pues el señorito es el señor cariñosamente diminuto en el
apelativo, que apea el tratamiento porque manda de hombre a hombre, de igual a
igual, de hijo de la próvida naturaleza a hijo de la próvida naturaleza. Es el
ordenar del señorito un ordenar anárquico,
rotas las jerarquías; mejor dicho, ajeno a las jerarquías feudales o
económicas. Y esto porque sobre las diferencias crematísticas o nobiliarias está
la gran ley de la igualdad de todos, ricos y pobres, señores y jornaleros, ante
el polícromo altar de los árboles y de los trigos, del mismo goce de un solo
terruño y de un solo sol comunes. Cuando el antiquísimo Habes separó las gentes
de la cuenca del Guadalquivir en siete grupos de populus y de plebs, la
diferenció por su mayor o menor obligación de trabajar, o sea tal como hoy se diferencian
señoritos y braceros; mas ni por un instante se le ocurrió el absurdo de
separar jerarquías cerradas de raza o de fe a unos hombres que se sentían
iguales. Tal cosa hubiera sido un sacrilegio, profanar la ley sagrada de la
igualdad de todos los andaluces en el culto de la diosa Naturaleza.
Andalucía es un pueblo culturalmente viejo, en el que los años han creado el mito del
despego por la política. Por eso es nación completa y Estado irrealizable.
Suele decirse que el genio andaluz ha plasmado en la
religiosidad católica. Pero yo no lo creo, Por el contrario, me parece que el
aparato de religiosidad externa característico de los actos del culto católico
andaluz son una flagrante negación de la fe que ha de ser peculiar a la
religiosidad cristiana. Para ello se alega como calificadísimo argumento el
espléndido espectáculo de las procesiones de Semana Santa, apogeo triunfal de
luces parpadeando en la noche, andas con vírgenes policromas meciéndose y
temblando según el aire azota millares de velas encendidas, palios y mantos
engastados de pedrería donde parece titilar el suave luminar de mil estrellas
terrenales, dolor y pasión de un Dios muerto por los hombres en un acto supremo
de pena y de grandeza. Y en verdad que, considerado estéticamente, no tiene par
el espectáculo de aquellas maderas
expresivas que rememoran todos los rincones de Málaga o de Sevilla con nombres
radiantes de universal popularidad, avanzando cadenciosamente al son de músicas
de magia apenas si cortadas por la puñalada emotiva de una saeta, que al pasar
la procesión queda flotando en el aire como un símbolo de la fe viva de
Andalucía.
¡La saeta! Ese es el timbre gozoso en el escudo de la
religión del sur de la Península.
Nada menos que un gran canónigo y popular novelista
sevillano lo dijo de una vez al definidas cual «passio Domini nostri Jesu
Christi secundum populum», como la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según el
pueblo. Definición de la saeta por Juan Francisco Muñoz y Pabón que algún
cronista, Manuel Sánchez del Arco, extendió a toda la Semana Santa sevillana
(Cruz de guía. Exégesis profana de la Semana Santa en Sevilla; Madrid, Editora
Nacional, 1943, página 133).
Mas ésa es una visión falsa. La policromía de las imágenes no dice nada al corazón, sino a los ojos. Hablan al sevillano porque a él, hijo de la tierra de la luz y del color, la religión tiene que entrarle por los ojos físicos; pero nada cuentan a quien no crea en la prédica de los signos exteriores. Siempre recordaré el funesto espectáculo que en mi conciencia cristiana a secas, hecha a tomar la religión en serio y a verla caldear de emoción las profundidades de mi alma, causó la contemplación de la Semana Santa sevillana. Gentes que festejan el desfile de los «pasos» con grito" en donde no falta el denuesto y en que se insulta a la Virgen para ponderar la lozanía de su hermosura; raptos de pasión hacia una imagen concreta, la Macarena o Jesús del Gran Poder, que para el sevillano son dioses concretos, con personalidad aparte bien diferenciada de las demás Vírgenes o de los demás Cristos; borracheras, danzas de beodos delante de las andas; canciones y gritos, voces y charangas.
Nada que Incite al rezo ni lleve a mover los labios elevando
el corazón a Dios. Las procesiones de Semana Santa, lejos de evocar los
sufrimientos de Cristo en el Calvario, son el mejor remedo de las fiestas
paganas con que hace veinte siglos los mismos hombres de Andalucía festejaban
el culto de otros dioses.
Las saetas constituyen la perenne oración de ese culto, la
vía por donde penetra el «cante jondo» en las orquestaciones cristianas de la
Semana Santa. Su voz es la presencia del culto a la Naturaleza que reaparece
entremezclado en el culto de los dioses cristianos. Porque, conviene repetirlo:
para el andaluz subsiste la multitud pagana de los dioses; lo que sucede es
que, en vez de adorar a Venus y a Diana, adoran a la Esperanza de la Macarena o
a la Consolación de Utrera. Al Cachorro de Triana o a Jesús del Gran Poder.
Por eso la única cosa que traspasa el alma del andaluz
auténtico son las saetas, el «cante» pagano en la policromía rotunda de una
noche de procesiones, el rezo apropiado para la noche azul y perfumada, rezo en
que alienta el dolor adonisíaco por la muerte triunfal de la naturaleza.
Por lo dicho, opino que no es la religiosidad cristiana lo
característico de lo andaluz. Y si tampoco ha cuajado en un Estado, ¿dónde
encontrar entonces la tabla de valores que constituyen el legado de este pueblo
viejísimo al acervo de la humanidad?
Mi respuesta es inmediata y concluyente: en el individuo. Andalucía no es cristiana ni política. Pero ha generado un tipo de hombre sabio a su manera, escéptico desde la cuna, vivaracho y holgazán, listo y despreocupado, admirable unas veces y otras repugnante, en donde anida un estilo vital de imponderable lozanía.
Individualmente considerado, ese hombre andaluz es por esencia
enemigo de lo colectivo. No atiende egoísticamente más que a la felicidad
personal, dándosele un ardite de todo lo demás. Tan individual en su estilo,
que no contento con las catalogaciones nominales que son los nombres y los apellidos,
impuso la necesidad de agregarles un otro apelativo calificador : el mote,
adminículo indispensable en la nomenclatura popular de Andalucía.
Su producto más sazonado es ‘la gracia’, ‘er ange’. La
gracia, que ellos consideran patrimonio de la tierra. El forastero es un
mar’ange, un no bien nacido; esto es, hombre a quien le falta la gracia por no
ser andaluz. Una vez más en la fijación de quienes tengan o no gracia o ange
influye la coordenada específica de la mentalidad andaluza, a tenor de la cual
es la tierra, y no la raza, el dato base de la calificación.
Esa gracia, locuaz y profunda, rica en seriedades bajo la
aparente cobertura de frases huecas, intencionadas, sin dejar de ser inocente
en la característica guasita, es la condensación en una estructura sociológica
formal de convivencia de miles y miles de años de continua depuración
espiritual ; es la filosofía senequista de la vida, despectiva de lo importante
por deméritos de su contingencia; es el orgullo augusto de sentirse superior
por la sola causa de ser andaluz, pero no con una superioridad política
despreciada a fuer de transitoria, sino con una superioridad humana, viva, de
hombre viejo y curtido a mozuelo imberbe escaso de experiencias. Es el vino viejo
de solera andaluza envasado en la botella del siglo xx. Merced a la gracia, el
tipo andaluz adquiere proporciones de magno legado histórico. Cuanto de
importante hay en él es ese subrayar lo humano, rendido a lo natural a costa de
lo político; hecho a exquisiteces individuales por mor de despreciar las
grandezas de magnitud colectiva.
No le pidáis al andaluz imperialismos, dimensiones
colosales, aparato de cosas por el que se afanan los demás hombres de la
Península. A él ya le pasó la enfermedad del afán de lo glorioso. Os responderá
con una sonrisa burlona, en donde encerrará, un poco misteriosamente, su
olímpico desdén por esas cosas suprahumanas, y seguirá su camino a paso lento,
dejándose tostar por el sol y aspirando a pulmón lleno los efluvios gozosos de
su tierra prodigiosa.
Si le observáis con atención, puede que veáis cómo en ese
disfrute de la lujuria de las cosas naturales pliega sus labios con un gesto de
diáfano desdén. Entonces es que agradece a su dios-toro haberle hecho nacer en
tierras andaluzas.
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