EN LOS REINOS DE TUNIA Y GERMANÍA
Manuel Fernández Espinosa
Hay una historia visible que puede estudiarse y reconstruirse en los archivos de las distintas instituciones del pasado, hoy extinguidas o todavía sobrevivientes: los ayuntamientos, las Chancillerías, las parroquias, los monasterios... Pero hay otra historia difícil de recomponer, pues lo que sabemos de ella estuvo en lo invisible, debido a las actividades ilegales y criminales a las que se dedicaban estas organizaciones.
Toda nuestra literatura picaresca del Siglo de Oro nos
refiere la existencia de asociaciones de delincuentes. Algunas de ellas
estuvieron perfectamente organizadas, contando con una estructura, una jefatura
con sus rangos, sus propios “santos y señas” y todo lo adecuado como para que
en aquella España hubiera podido prosperar el crimen organizado a la manera de la Mafia en Italia: el mérito de impedir que cristalizara una Mafia en España correspondió a la Guardia Civil del siglo XIX. Vamos a ver
algunas de estas sociedades delictivas autóctonas.
Tenemos lo que se hacía llamar “El reino de Tunia”. La
palabra “Tunia” remite a los “tunos”, siendo algo así como el territorio dominado
por los “tunos”. La Tunia reclutaba a sus miembros entre el estudiantado más
holgazán que, en vez de aplicarse al estudio, se dedicaba a las francachelas, a
los juegos de azar y a la vida alegre. De entre todos los estudiantes dados a
la crápula, los más fáciles de terminar formando parte de la Tunia eran los que
floreaban los naipes, pues debido a deudas de juego se veían en situaciones muy apuradas. Para
lograr dinero rápido era frecuente que pudieran caer en la estructura de organizaciones que programaban hurtos o robos a mano armada.
Era la historia de muchos jóvenes que, abandonando su hogar,
ponían residencia en Salamanca o Alcalá para en un principio cursar estudios, pero a la postre las malas
compañías terminaban por descarriar a muchos llevándolos a una vida delictiva (para saber más sobe la vida universitaria de la época, remito a "Figura de la Universidad Hispánica de los Siglos de Oro (IV)").
Así le ocurre al “Bachiller Trapaza”, de Alonso de Castillo Solórzano (1584-
circa 1648): cuando el abuelo del joven Trapaza le dirige su discurso de
despedida antes de partir el nieto a estudiar a Salamanca, el anciano le
advierte diciéndole que: “El juego ha sido siempre destrucción de la juventud y
polilla de las haciendas”. Pero, una vez en la ciudad del Tormes, Trapaza se
despeña por la mala vida. En todas las novelas picarescas cabe rastrear este
mundo subterráneo que convivía a la luz del día con el orden de las leyes,
transgrediéndolas siempre que se terciaba; pero Castillo Solórzano nos ha
dejado los testimonios más explícitos de estos reinos clandestinos, de esta
España sumergida de la delincuencia y el imperio del crimen. Pero también
podemos hallar vestigios de estos submundos en novelas como “Vida del escudero
Marcos de Obregón” de Vicente Espinel. La "Garduña" fue una de las asociaciones españolas de este carácter, pero merecería un capítulo aparte.
La acción de estas organizaciones de facinerosos se
localiza en los siglos XVI y XVII, pero se prolongaron a lo largo del XVIII y
del XIX, llegando su eco al XX.
A las casas de juego se les denominaba, entre otros nombres,
“leoneras” por lo que los miembros más notables de la Tunia recibían el nombre
de “sollastrones de la leonera”: todos jugadores, recibían el nombre de “tahúres”
y estos estaban divididos en “tahúres sencillos” (el orden inferior) y los “tahúres
sagaces”, orden que a su vez se subdividía en “fulleros”, “sages” y “sages
dobles”.
En las “leoneras”, donde ricamente se pasaban el día
dilapidando su dinero, había gente de mal vivir que, aunque no jugaba, tenían sus
oficios regulados. Los “diputados” eran los que imponían el “barato” que
consistía en el precio que llevaban por el uso de las barajas y la luz que
había que pagar al “mandrachero” (que era el dueño de la “leonera”). Había “apuntadores”
que servían mediante señas convenidas a los fulleros, revelándole las cartas
con las que jugaba el contrario al que se le esquilmaba. Estaban también los “muñidores”
(nombre que se empleaba en las cofradías para los recaudadores de las cuotas de
hermandad y que en la “Tunia” venía a nombrar a aquellos que llevaban jugadores
a la leonera).
Los miembros de la Tunia guardaban obediencia a los “mayorales”
(el famoso “Monipodio” cervantino) que tenían sus jurisdicciones clandestinas,
cobrándose los “aranceles” que imponían a los forasteros que querían practicar
su oficio de “tahúres” en los dominios. Los mayorales estaban bajo la potestad
del “rey”. La Tunia allegaba dinero de servicios prestados a señores
principales o adinerados que pagaban un estipendio convenido en caso de querer
que los malhechores de la Tunia ejecutaran revanchas particulares, como
propinar una cuchillada a alguna persona de la que se quería tomar venganza.
Los ejecutores de estos “trabajos” tenían su “alias” y de todo había un
registro.
En una mezcolanza difícil de discernir la Tunia se
involucraba con la Germanía y ésta con la primera. La Germanía tenía un argot
propio del que Francisco de Quevedo nos ha dejado muchos testimonios en su
literatura. Quevedo era hidalgo, pero frecuentaba las tabernas y mancebías
donde imperaba el hampa autóctona de la Tunia y la Germanía, de ahí su
familiaridad con estos personajes que, interviniendo la Justicia, terminaban en galeras o en la horca.
La Germanía era más amplia en su entramado, pues no se
hallaba constreñida a las actividades que granjeaban beneficios de la ludopatía. Así es como podemos encontrar en la Germanía una multitud muy abigarrada de "oficios", pues la Germanía se dedicaba al robo en todas sus variantes. Si el robo
tenía como objeto una vivienda, se contaba con los servicios de los “avispones”
(que vigilaban las casas que se asaltaban) que se cobraban la quinta parte del
botín. Los “palanquines” se introducían en las casas, fingiéndose ricos
arrendatarios de las mismas, de esta guisa se informaban mejor de las interioridades
domésticas. Los “guazpatareros” se encargaban de ejecutar los robos, a veces
practicando agujeros para penetrar y salir con el botín, práctica que todavía se conoce
como “butrón”. Si era menester recurrir a las ganzúas (en el argot “calabazas”)
se llamaba a los “calabaceros” que eran expertos cerrajeros. La Germanía
también practicaba el robo al aire libre, en las ferias de ganado, contando con
toda una organización especializada, dependiendo de las reses que se robaban: “almiforeros”
robaban equinos, “gruñidores” se encargaban de cerdos y “lobatones” de ovejas,
carneros y cabras. El jefe indiscutible de la Germanía era el “Gallo” que daba
sus órdenes a sus inmediatos subordinados: los “mayorales” y éstos las
transmitían a los “jayanes”. Los “jayanes” eran los que metían mano a la espada
llevando a cabo golpes audaces de robo a mano armada y asaltos.
Había otras asociaciones delictivas que a veces entraban en
conflicto con la Germanía, es el caso de la Bohemia: la organización a la que
pertenecían los delincuentes de etnia gitana. En esta también existía una
perfecta estructura con sus escalafones, pero era más sencilla. El jefe de la
Bohemia era el “Duque”, asistido por doce principales, un “conde” y diez “caballeros”.
Más que el robo a mano armada que exigía un riesgo, la Bohemia parece haberse
especializado más bien en el hurto mediante timos y argucias, la prostitución y
el control de la mendicidad organizada de sus subordinados.
En los siglos XVIII y XIX puede percibirse una politización de estas organizaciones. Dependiendo de las inclinaciones de sus miembros, estas sociedades criminales prestaron sus servicios a una causa política o a otra. En el siglo XIX, con la invasión napoleónica, esto se haría todavía más visible: la mayor parte de estas asociaciones clandestinas dedicadas a la "mala vida" se aprestaron a luchar como toda España contra los napoleónicos. Al término de la Guerra de la Independencia, estas estructuras convergieron en la lucha abierta entre los tradicionalistas y los liberales: hubo bandidos que colaboraron con los liberales y los hubo que prestaron su apoyo a la causa tradicionalista.
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