jueves, 18 de septiembre de 2014

ANDALUCÍA EN LAS ESPAÑAS, SEGÚN D. FRANCISCO ELÍAS DE TEJADA

 


 
 
 
 
 
D. Francisco Elías de Tejada


D. Francisco Elías de Tejada y Spínola (Madrid, 1917-Madrid, 1978) fue catedrático de Filosofía del Derecho y autor de una prolífica obra que comprende libros y artículos de temáticas diversas: sobre Filosofía del Derecho, sobre Historia del Derecho, sobre Ciencias Políticas, Historia de las Ideas, etcétera. Es uno de los máximos exponentes del Tradicionalismo hispánico y figura relevante del iusnaturalismo europeo. Ofrecemos un pasaje de su obra "Las Españas", el relativo a Andalucía. Por su extensión, publicamos hoy la primera parte.
 

 
 
ANDALUCÍA EN "LAS ESPAÑAS"
 



Por Francisco Elías de Tejada y Spínola.
De su obra "Las Españas" (Ed. Ambos Mundos. Madrid, 1948).
 

LOS LINDEROS DE ANDALUCÍA 

Aunque a primera vista parezca lo contrario, Andalucía es el cuerpo hispánico de perfiles más precisos. Una tendencia hija del simplismo exterior que desde el Renacimiento viene adorando al Poder, esto es al Estado, como al dios de lo político, pueda tal vez antojar chocante al lector una afirmación tan nítida y transparente de verdades. Mas si bien mira el extrañado, notará al punto que es el pueblo andaluz la quinta esencia psicológica, social e histórica de un tipo humano decantado en exquisita depuración de hondas vetas de riquísimo y finísimo engarzar. Al paso que los otros pueblos peninsulares cobran rasgos aparte en función de una realidad natural o cultural, de la ge circundante, del ancestralismo reacio a los cambios, de motivaciones activas hacia la Iibertad o hacia el poder, el pueblo andaluz vale al observador curioso por la calidad sabrosamente humana de su gente, por las especiales condiciones de quienes lo integran, por el estilo individual de sus miembros, por la solera -sal y sol- que recorta sus módulos diferenciales, no sobre el conjunto colectivo, sino sobre cada uno de los andaluces.
 
Que lo típico de lo andaluz sea a lo largo de una trayectoria multisecular la primacía de lo individual sobre lo colectivo, torna sobre manera dificultosa la tarea de fijar los linderos de lo andaluz, siempre urdido en tramas impalpables, como esas sombras mitad luna y mitad fronda que en los jardines de la Alhambra envuelven al visitante en la ilusión de dialogar con seres ideales, venidos etéreamente hasta la cercanía encandilada del forastero bajando por 106 peldaños de la escala de un reverbero de estrellas embrujadas.
 
Sin embargo, ésa es precisamente mi faena, y no me parece honrado «dar la espantá» filosófica como un novillero de plazas de pueblo de la serranía; todo menos ceder delante de la barrera erizada de dificultades conceptuales, tanto más insalvable cuanto retrocede a cada paso que se dé para palparla, espejismo borroso y alucinante, mas quizá por eso mismo acuciador y sugestivo. En ese inasequible para el que fracasan las definiciones, en el velo de imponderables que separará siempre la realidad del tema andaluz de su observador, lo mismo turista ansioso que científico pluma en ristre, reside tal vez el encanto subyugador que ha ejercido sobre gentes de todas las edades, igual respecto del viajero norteamericano cargado de prejuicios y de máquinas de fotografía tecnicolor, que sobre aquellos fenicios montados en inestables barquichuelos a quienes un milenio antes de Cristo, un millón de días a la fecha, deslumbró ya la peculiaridad del fenómeno de estas gentes especiales, aparte, separadas.
 
¿En dónde está ese encanto? A primera vista, en los dos productos primordiales: la fruta humana y la fruta del árbol, la mujer y la naranja, el jugo de las bocas y el jugo de las pulpas, el sabor de los besos y el sabor de los gajos. Para lord Byron, por ejemplo, el solar patricio de Don Juan orillas del Guadalquivir, tierra paradisíaca que de creer al rezo del refrán, es lo único que vale la pena de ver en este mundo, línea esencial desde Sevilla a Cádiz afanadas las dos en disputarse el título codiciado de «Miss Andalucía»; es la tierra de las naranjas y de las mujeres:
 
“In Seville was he born, a pleasant city famous for oranges and women -he who has not seen it will be much to pity so says the proverb and I quite agree: of all the Spanish towns in none more pretty, Cadiz, perhaps -but what you soon may see-: Don Juan' s parents lived beside the river, a noble stream and called the Guadalquivir. (Don Juan, Canto the First, VIII.)
 
La explicación del poeta romántico es cabal y sentida, mas por eso mismo no cala el meollo profundo de lo andaluz. Es la explicación colorista, incoherente, impresionable. Ve a Andalucía en sus exteriores, siendo así que lo difícil es captar su interioridad, precisamente porque en Andalucía la injuria colorista de las cosas se presta a hacer suponer al mal entendedor que la pólvora vital se le fue en salvas de brillos, matices, carne morena, jugos sazonados, naranjas y mujeres.
 
Yo intentaré descascarar a lo andaluz de ese caparazón luminoso, hermosísimo, seductor, que cegó, rindió y sedujo al poeta inglés. Pero al emprender la empresa, sale en seguida a cerrar el paso el primer gigante de la pesadilla: ¿dónde empieza y dónde acaba Andalucía?

Réplica fácil sería encogerse de hombros, desdeñando contestar en razón de que lo andaluz está reñido con lo colectivo y de que analizar a Andalucía es estudiar un tipo humano individual. Mas esto no satisface al honrado inquisidor, obligado a señalar fronteras brazo cogido de la geografía. Ante todo no caben dudas de que Andalucía comprende las ocho provincias, resto de cuatro reinos medievales: Sevilla, con Sevilla, Cádiz y Huelva; Granada, con Almería, Granada y Málaga; Córdoba y Jaén. Al norte de estas dos últimas, la mole pesada de Sierra Morena, apenas rota en pasos de legendaria fama bandolera cual el famoso Despeñaperros, acusa una frontera bastante exacta y bien delimitada, salvo la pequeña prolongación de Almadén. Con esa salvedad, decir que Andalucía concluye en Despeñaperros sería una respuesta no muy alejada de lo verdadero.
 
Mas si la Mariánica amojona el centro de la línea fronteriza nórdica, no sucede lo propio en ninguna de sus alas. Por Badajoz y por Murcia lo andaluz expande su babor por cima de las recortaduras geográficas. La aspereza de Despeñaperros no se repite, al menos en lo cultural, ni en la sierra de Topares ni en el pico de Tentudia. La historia ha podido en ambos casos más que las catalogaciones geográficas; tanto, que la antigua topografía tartésica conserva gran parte de su vigor pese a las mutaciones innumerables de la geografía política.
 
La línea del Guadiana, por Badajoz , Mérida y la flecha de las minas de azogue de la embocadura de la Mancha, divide a Extremadura en dos partes, de las cuales la meridional es sustancialmente andaluza. No ya sólo en la porción extremeña de Guadalcanal que en el siglo XIX pasó a abanderarse legalmente en Sevilla, pero en toda la tierra de Barros, de Llerena y de la Raya. Si del Guadiana arriba, esto es fuera de la viejísima linde donde terminaba la influencia turdetana hace ahora cerca de cuatro mil años, Cáceres es una prolongación de la austeridad castellana y las piedras de Trujillo evocan irremisiblemente el recuerdo de las pedrizas que rodean a Ávila, los pueblos de Barros ofrecen una prolongación efectiva del sistema andaluz de la existencia con sus casas blanquísimas enjalbegadas de cal, con sus hábitos diarios y hasta en sus regímenes alimenticios. Cuando leí cómo Justino cuenta que el rey Gargoris de Tartessos inventó la apicultura, yo, arraigado y criado en esa línea frontera de lo andaluz con lo extremeño que corre de Fuenteovejuna a Llerena, ribera del Zújar recién nacido, no pude menos de pensar que aquellas palabras del historiador latino: «Quorum rex vetustissimus Gargoris mellis colligendi usum prius invenit», hacían referencia a las sierras enmarañadas de maleza inmemorial que de niño recorrí en los alrededores de la ciudad que ya los romanos llamaron «Fons-Mellaria» (la Fuente de la Miel), la actual Fuenteovejuna , a causa de ser centro de una zona de intensa producción apícola. Y cuando al recorrer el mapa topé con las minas antiquísimas de Illipa, la presente Zalamea de la Serena, con nombre de raíz árabe que pregona salud y apellido de noble familia romana; o supe por Schulten que el Ceret ligur y tartesio perduraba en Jerez de los Caballeros, no pude menos de pensar, hijo de aquella tierra y de aquella gente, que nuestra secular puesta de ojos en Córdoba y Sevilla, lejos de constituir un mero azar geográfico, respondía a parentelas culturales escritas con letras de fuego en las entretelas del corazón.
 
Con Murcia sucede cosa análoga, pues la estela tartesia, médula de lo andaluz, estaba clavada en el cabo Nao. Murcia es a Albacete lo que Badajoz es a Cáceres: comarcas de transición, en las que aún predomina el ingrediente andaluz. Verdad es que carecen de aquella muelle camada cultural que desde Cicerón hasta la fecha hacía a los de Sevilla o Córdoba lengüilargos habladores, hasta hacer exclamar al príncipe de los oradores romanos, refiriéndose a los poetas cordobeses: «Pingue quidam sonantibus atque peregrinum» (Pro Archia X, 26); pero no por eso menos individualistas, menos tocados de ese casi anarquismo consustancial al andaluz. Aunque, eso sí, en Extremadura y en Murcia sea ya un individualismo duro, de hecho mas que de palabras, de golpes en lugar de insultos.
 
Las dos zonas peninsulares de la violencia bárbara, del «navajazo», son a causa de tal psicología las tierras extremas de lo andaluz; allí donde quiebra la voz de los hombres, donde no bastan las palabras como rigor supremo de ofensiva, sino que el salvaje y desesperado yo contra yo se acera en la lengua mortal de los puñales.

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