sábado, 20 de septiembre de 2014

ANDALUCÍA EN LAS ESPAÑAS, SEGÚN D. FRANCISCO ELÍAS DE TEJADA

Foto: ANDALUCÍA (De "Las Españas". Francisco Elías de Tejada). Partes 2 y 3

2 LA RELIGIÓN DEL DIOS TORO

 Fijados los linderos de Andalucía, adentrémonos en la entraña de lo andaluz. 

También aquí asoma la geografía, pero no  ya una geografía de mapa y fronteras, sino una geografía de paisaje, de contornos. El andaluz vive, tanto o más que el galaicoportugués, en función de lo que le rodea: del árbol, de la mata, del río, del cerro y de la flor. La diferencia está en que el andaluz adora cariñosamente al paisaje, y el celta que hay en el fondo de todo gallego y de todo portugués adora a las cosas porque las teme. El andaluz está tan lleno de su sol y de su suelo que se tiende morosa y amorosamente sobre éste para recibir los rayos de aquél, en una pagana adoración en la que todo es eso : campo, pagus, paganía, campiña acariciada y acariciadora; mientras que el celta de la banda occidental de la Península tiembla ante el golpear de la lluvia en las rocas o en la tenebrosidad de las cavernas, transformando al paisaje en un semillero de dioses misteriosos con los que se dialoga en previsión de evitar sus constantes funestas asechanzas. 

No cabe concebir al andaluz fuera de su tierra, a la que por algo más que por mero juego de palabras bautizó Con el calificativo de «tierra de María Santísima». En el fondo de sus almas el hijo de Málaga o de Cádiz está contento de sí mismo sin otro motivo que haber nacido en Málaga o en Cádiz, esto es que ser andaluz. El desprecio a lo de fuera es un desprecio, mejor que de hombre a hombre, de tierra a tierra. Cuando este pueblo viejísimo se siente superior a los extraños repite la ancestral creencia de todos los pueblos preclásicos, de egipcios, Iidios, griegos y romanos, o sea se juzga centro ombligal del Universo. Pero con un matiz peculiar: la hostilidad al forastero, el desprecio a lo no andaluz que palpita en el pecho del más mísero de los jornalero de Carmona, no es el desprecio de hombre a hombre, de raza a raza; más bien es la compasión hacia quien no tuvo la suerte de nacer y vivir a las orillas del Guadalquivir. 

Justo es reconocer que razones geográficas abonan semejante manera de ver las cosas. Desde tiempos remotos, Andalucía fue diputada la mejor y más rica parte del planeta. Lo que para los españoles del siglo XVI fue el Eldorado fantástico e inasequible, significan para los antiguos las márgenes del Betis y del Anas. Son innúmeras las voces que con constante clamor pregonan la celestial delicia del pedazo meridional de España. 

Leamos al viejo Anacreonte, cercano por la cuna a Focea, la patria de audaces comerciantes de cuyos labios oyó tal vez ponderar los encantos de la tierra de Argantonio, resumen de toda dicha en el suelo, tan colmada que prolongaba la vida de sus habitantes más allá del siglo y medio: 

«No quiero de Amaltea la Abundancia
O la fértil de bienes cornucopia
Ni reinar pido ciento cincuenta años
Donde los tartesios con fortuna moran» 

Plinio , a la hora imperial, siete siglos después, le replicará asegurando la prodigiosa fertilidad, descolladora sobre la de todas las provincias del Imperio: (Baetica... cunctas provintiarum diviti cultu el quodam fertili ac peculiari nitore praecedit»  E igual Filostrato al narrar la biografía de Apolonio de Tiana, o Posidonio , copiado por Estrabón, quien cuenta allá más de doscientas ciudades bien pobladas. Habido cargo de tan cálidos elogios, no es de extrañar que Platón colocara la utópica ensoñación de la Atlántida en las bocas del río que a Occidente riega los pastizales del culto totémico andaluz del toro. 

Porque, a mi manera de ver, ahí radica la explicación de esa devoción del andaluz hacia las peleas con la fiera astada, de esa predisposición especial que hace del sevillano, del cordobés o del rondeño un algo torero siempre, aunque se gane luego la vida en los prosaicos menesteres de curar enfermos, vender tejidos o arar la tierra. Así como cabe ser torero sin ser andaluz, no se concibe a un andaluz que no sea un poco torero. 

Siempre me llamó la atención, cuando de niño iba a las corridas de toros, el hecho de que constituya una fiesta colectiva. Al paso que en el teatro solamente actúan los actores dando vida a figuras irreales con la varita mágica del milagro escénico, y el público desempeña un papel pasivo de simple asistente, de tranquilo contemplador, de presente que mira, de «espectador» en suma, cuya función normal es la de no interrumpir con sus gestos o gritos lo que suceda en las tablas; en las corridas de toros, por el contrario, el público «representa» -valga la frase- al mismo tiempo que el torero;  chilla, jalea, pita o aplaude, gesticula, vocifera y toma parte activísima en cuanto acontece en la arena de tal modo, que nadie osará concebir nunca una corrida de toros sin un público bullanguero y escandaloso, principalísima parte de la fiesta, en tanto grado que cierto amigo mío suele repetir que en épocas de dictadura va a las corridas de toros porque es el único sitio en donde nadie puede borrar la libertad de opinión. 

El apego a las corridas de toros y el clamor colectivo que levantan son cosas típicas de Andalucía, que únicamente por moda imitadora han arraigado, con más o menos fuerza, en otras partes, sin que en ninguna cobren el valor auténtico que a orillas del Guadalquivir poseen desde hace miles de años. Y es que, a mi ver, las corridas de toros son en Andalucía un acto religioso, el acto supremo de la religiosidad andaluza. 

Las gentes de allá ven encarnada en el toro toda la potencia viril, brutalmente genesíaca, de la naturaleza. Así como el oso reina en las montañas del Norte o el león en los desiertos númidas, el toro es el señor absoluto de las tierras llanas de Andalucía vecinas a aquella perdida Tartessos cuyo estilo vital viene repitiéndose de siglo a siglo en lo andaluz, por debajo de todos los cambios exteriores y políticos. La admiración hacia el toro es admiración hacia la naturaleza; la lucha con el toro es la lucha con las fuerzas naturales, tan característica de los pueblos primitivos que en el relato bíblico hizo trocar a Jacob su nombre originario por el conocido de Israel; vencer al toro es domeñar a la naturaleza, y matarle con astucia y garbo, rindiendo su violencia descompuesta al artificio elegante de la mañosa capa del torero, en un alarde de color y de gracia, es representar a lo vivo la pantomima del triunfo no violento, alegre y pinturero, lleno de sal y de color, con que el andaluz de todos los tiempos supo aprovechar los dones que le ofrecía la tierra ubérrima en que vive. El toro, señor de la naturaleza andaluza, rendido al hombre valeroso que solo, individualmente, compite contra él sin otra arma que un trapo decolores tan vivos como el sol meridional, es el ánima misma de Andalucía hecha carne de luz en una tarde de entusiasmo, de gracia y de devoción. 

Luego hablaré del catolicismo andaluz. Me baste ahora con apuntar que en Andalucía la religión tiene que entrar por los ojos, so pena de transformarse en frío de tumba, inanimada plegaria que no cala al corazón. Lo requiere el orgullo que el andaluz siente por la tierra «bendita» que le rodea, en la que cree corno valor religioso supremo. La suya es, porque no puede ser otra, una religión de brillos exteriores, de luminosidad caliente, de contrastes del rojo con el oro y el azul, o sea los contrastes combinados entre la sangre roja de la tierra, el oro del sol y el azul del cielo. Por eso el protestantismo no arraigará jamás en Andalucía, no porque allí la gente sea reciamente católica, sino porque es demasiado pagana y la raíz de su religiosidad radica en el culto cariñoso y agradecido a la lujuria de las cosas naturales que le cercan. 

Su religión verdadera es el culto a la naturaleza, concentrado en el culto del toro. Y su supremo acto de oración, gozarse en vencerla a la andaluza en la gran misa pagana de una «corrida». Por lo cual éstas son un acto colectivo, un acto conmovedor de apasionadas multitudes, que ven reflejadas en la arena la tierra «bendita», en la capa la gracia nacional y en el torero el oferente sacerdote del culto sangriento y adonisíaco del hombre que mata y muere. Todo el dolor ante la angustia de la naturaleza que nace y muere no supo inspirar a la fría religiosidad semita de los fenicios otra cosa que un cortar sus trenzas las mujeres; pero aquí el sol y la gracia han hecho el portentoso milagro, divino milagro de la religión tartésica, de poner alegría y salero en la escenificación a la andaluza del más grande tema de las mitología s orientales. 

Había hondas razones secretas, que él mismo no comprendió nunca, en la mano de aquel señor de las marismas, «toreador», ganadero y poeta, que ofrecía al dios-toro, al dios nacional el Andalucía, el siguiente Holocausto versificado : 

Fieles seguimos a tu santo rito. 
¡oh Hércules de Libia, dios de Hispalia! 
Yo me arrodillo y beso tu sandalia 
revestido de cíngulo y amito. 
En las gradas del templo de granito, 
un pomo lleno de la miel de Algalia 
derramo de tu altar sobre la palia, 
como reza en el viejo manuscrito ... 
El toro va a salir ... ; su sangre hirviente 
te ofrezco en holocausto, que patente 
muestra es de una fe que en mí perdura ... 
¡Oh dios de Hispalia! A ti devotamente 
del bestiario te ofrezco la locura 
que recuerda tu rito eternamente. 
(Fernando Villalón: Poesías, Madrid, Hispania, 1944, página 32. ) 

El andaluz ha transformado su admiración por la Naturaleza en religión de colores y destellos vivos. Es una religión de estética y orgasmo, una fe de colores y dibujos. Cuando no se es del todo andaluz, como le sucediera a Ángel Ganivet, tal fe da de sí un esteticismo hacia las cosas que yo, en algún trabajo mío que hoy rectificaría en este punto, tomé por tendencia tradicionalista. «Admiro muchas cosas, y las respeto todas en lo que tienen de respetable; pero jamás me da la idea de cambiarlas de sitio. Dos cosas diferentes o contrarias pueden ser buenas y bellas en diferentes lugares; mudémoslas de lugar, y acaso pierdan su mérito», se lee en “Granada la bella” (Madrid. Suárez , 1905, página 13), como una oración más de la religiosidad andaluza, ésta sí oración minoritaria de pensador aislado que es en labios del desengañado granadino lo que los gritos apasionados son en las bocas de las multitudes que aplaudían a Manolete: un acto de fe, un rezar a la andaluza, un gesto devoto, oración al dios de la naturaleza, oración de gentes embriagadas de luz y color, tremantes de entusiasmo telúreo, agradecida al distribuidor divino de los bienes terrenales. 

El contorno geográfico envuelve al andaluz en una capa de brillos con la que se encuentra bien hallado, al amparo de todas las intemperancia s propias de los climas del resto de la Península o de África, del frío del Norte, de la humedad oceánica o del calor tórrido del Sur. Se entrega mansa y amablemente a la grata caricia de una naturaleza seductora, próvida y maternal; y desde siglos, creyente en ella, adormecido en sus senos deliciosos, corona como ellos la diafanidad de su luz nívea con el rojo vivo de un clavel motrileño, en un gesto de suprema e irrefrenable paganía, Que apenas interrumpe, sólo corte del vivir descansado y halagüeño, para ver representar en el redondel de una plaza de toros la fiesta sagrada de su religiosidad innata. 

3 EL RESBALAR DE LA VIDA

Hace siglos, muchos siglos, vive así, tumbado al regazo maternal de la Naturaleza bienhechora, sin alterar un ápice la perspectiva propia de la vida, con superior indiferencia al tráfago de las gentes o a las mutaciones de las cosas. 

Es el andaluz un pueblo viejísimo, el más viejo de todo Occidente. Su estilo humano es resultado de un golpear cultural de miles de años sobre el fino metal que el Darro lleva. Estrabón vo lo tenía por muy viejo cuando hablaba de que sus hijos gozaban leyes de seis mil años de antigüedad. Y Avieno, recogiendo saberes del siglo VI, glosa en su Periplo la memoria triste de aquella vieja Tartessos: 

multa et opulens divitas 
aeve detusto, nunc  egena, nunc brevis, 
nunc destituta, nunc ruinarum agger est 
(V. 207-272.) 

Buena prueba de esa vetustez que admiraba a los geógrafos es la reacción de Roma frente al hecho cultural del pueblo andaluz. La Bética merece a los latinos consideraciones no dispensadas ni al antiguo Egipto, ni a la cultísima Grecia, ni a la remota Siria, ni al Israel de historias orgullosas. Con la gente bética tienen los romanos un aprecio realmente sorprendente, para el cual no cabe otra explicación que el respeto que les inspirara la antiquísima manera vital de Andalucía y el indecible tiempo atrás en que comenzara a dar frutos de convivencia civilizada, posiblemente rival, si no superior a la de los pueblos del Nilo y del Asia Menor. Pues a una ciudad bética, a Córdoba, otorgan por primera vez fuera de Italia el título de civitas; Carteya e Hispalis, hoy Tarifa y Sevilla, son las primeras colonias fundadas en la Península; el gaditano Balbo, el primer extranjero que alcanzó el consulado y el primer no romano a quien se concediera el triumphus; el primer emperador no itálico, Trajano , meció su cuna a orillas del Betis; Córdoba da a Roma el más alto de los filósofos del pueblo-rey; el latín cordobés suscita alabanzas de Cicerón, aunque lo halle algún tanto gárrulo y machacón ... Bética fue algo más que la provincia fertilísima en paneras y olivares; fue la gran almáciga extraña adonde Roma acudió en busca de los hombres que necesitaba. 

Aunque el andaluz no se conmoviera por eso, pues las cosas políticas resbalaban sin herir su sensibilidad de hombre exclusivamente preocupado en la vida paradisíaca que su tierra le brindaba, desdeñoso de ocupaciones políticas capaces de turbar la despreocupada tranquilidad de su suelo y de su aire. Contentos con ellos, se dejan dominar políticamente, con tal que el vencedor no les prive de tomar, como a Diógenes, el sol. Todos los andaluces han sido siempre Diógenes frente a todos los Alejandros que los han visitado merced a transitorios avatares de la vida. Por eso, en el fondo de la filosofía andaluza, filosofía popular y antiquísima, late un solo precepto válido : «No vale Ia pena preocuparse por nada, porque nada vale más que la «bendita» tierra de Andalucía.» 

Esa es la entera filosofía de Séneca, cuyo estoicismo no le viene de un convencimiento racional de erudito romano, sino por cuanto lo estoico coincidía con lo que aprendió de niño en Córdoba, con el desprecio de las cosas pasajeras y la omnivalidez absoluta individual. Y ésa es, al cabo de los siglos la filosofía de Ganivet, quien encuentra en Séneca su filósofo, el filósofo de la España vista con ojos andaluces; cabalmente porque Séneca expresó en vocablos estoicos la eterna sabiduría del desengaño andaluz, hija de la viejísima solera de sus gentes. 
Una filosofía tan auténticamente andaluza que pervive por debajo de todos los procesos políticos. En Séneca se vistió de clámide romana y subió al foro latino cubierta de toga; a la venida de los cristianos recubrióse de frases bíblicas y decires evangélicos, pronunciando sus consejos entre litúrgicas amonestaciones; con los árabes fue fataIismo , entrega otra vez a lo estoico y a lo muslímico, en manos de los «fata» o de Alá; en el siglo XVII se trueca poesía culterana y rima pesares alambicados en todos los estilos y por todos los poetas… Pero siendo siempre la misma, la eterna ciencia del desprecio a las cosas laicas que no tengan que ver con la religiosidad pagana de la naturaleza que nace y muere. 

Lo que acabo de escribir consta claro para el fatalismo senequista o árabe y para el menosprecio cristiano de las cosas, con claridad meridiana que me exime de llenar estas observaciones con carga de farragosa erudición. Mas no puedo hacer lo mismo con la lírica andaluza renacentista y barroca, y allá van unos cuantos textos demostradores de la pervivencia de la sabiduría popular de esta nación viejísima aun donde menos pudiera sospecharse la continuada duración del hijo callado y profundo de una trayectoria espiritual. 

Lo necio de poner ilusiones en fábricas de humana arquitectura pervive en Juan de Jáuregui a quien nadie creyera adorador de las fuerzas irreductibles de la Naturaleza: 

¡Ay! ¡De cuán poco sirve al arrogante 
el edificio que soberbio empina 
sobre pilastras de Tenaro y fina 
de mármol piedra y de color cambiante! 
Pues cuanto más del suelo se levante 
máquina excelsa, al cielo' convecina. 
tanto más cerca atiende a su ruina, 
tanto más cerca al rayo del Tonante. 
Consumirá en los jaspes su tesoro, 
y consumidos de la propia suerte 
ellos serán en término ligero; 
y por ventura entre alabastros y oro 
del alto capitel, verá su muerte, 
pobre y desnudo, el sucesor primero. 

Rumbo pasajero de las cosas, que Juan de Arguijo ejemplarizó en un aleluya de esperanza, que es el anverso de la desesperanza de Juan de Jáuregui en la misma moneda de lo transitorio de las cosas naturales: 

Yo vi del rojo sol la luz serena 
turbarse, y que en un punto desparece 
su alegre faz, y en torno se oscurece 
el cielo con tinieblas de horror llena. 
El austro proceloso airado suena 
crece su furia, y la tormenta crece, 
y en los hombros de Atlante se estremece 
el alto Olimpo, y con espanto truena. 
Mas luego vi romperse el negro velo 
deshecho en agua, y a su luz primera 
restituirse alegre el claro día, 
y de nuevo esplendor ornado el cielo 
miré y dije: «¡Quién sabe si le espera 
igual mudanza a la fortuna mía!»

Todo el desconsuelo que Jáuregui encontraba en lo perecedero de las cosas, halla Arguijo de consuelo sobre iguales bases. Es la amargura triste de la consciencia satúrnica que todo lo destruye, la misma que oteaba Rodrigo Caro contemplando las ruinas de la colonia itálica: 

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora 
campos de soledad, mustio collado, 
fueron un tiempo Itálica famosa. 
Sólo quedan memorias funerales 
donde erraron ya sombras de alto ejemplo; 
este llano fue plaza, allí fue templo, 
de todo apenas quedan las señales. 
Del gimnasio y las termas regaladas 
leves vuelan cenizas desdichadas; 
las torres que desprecio al aire fueron, 
a su gran pesadumbre se rindieron. 

Es el curso de la vida que no se detiene y que tritura implacable aquel que quiera interponerse en su camino, por donde lo mejor es no contar con él, dejado correr cual al agua del río sagrado de la tierra andaluza. Lo leemos en la celebrada Epístola moral a Fabio, flor de la filosofía andaluza, senequista, fatalista e indiferente: 

Más triunfos, más coronas dio al prudente 
que supo retirarse la fortuna 
que al que esperó obstinada y locamente. 
Esta invasión terrible e importuna 
de contrarios sucesos nos espera 
desde el primer sollozo de la cuna, 
Dejémosla pasar como la fiera 
corriente del gran Betis, cuando airado 
dilata hasta los montes su ribera. 

Es un saber decantado de experiencias milenarias que fluye ante todo en labios del pueblo, del hombre andaluz, Diógenes despreciador de todos los Alejandros. Es la ley de la naturaleza que el andaluz acata, puesto que la naturaleza es su religión y la clave entera de su vida. 

Ni siquiera el amor se salva de la muerte, cual canta el guadijeño Antonio Mirademescua en deliciosos versos de andalucísima factura y lógica bajo dulces sones castellanos: 

Ufano, alegre, altivo. enamorado, 
rompiendo el aire el pardo jilguerillo 
se sentó en los pimpollos de una haya, 
y con su pico de marfil nevado' 
de su pechuelo verde y amarillo, 
la pluma concertó pajiza y gaya; 
y celoso se ensaya  
a discantar en alto contrapunto 
sus celos y amor junto, 
y al ramillo su apoyo y a las flores 
libre y gozoso cuenta sus amores. 
Mas ¡ay! que en este estado 
el cazador cruel, de astucia armado, 
escondido le acecha, 
y al tierno corazón aguda flecha 
tira con mano esquiva, 
y envuelto entre su sangre lo derriba. 
¡Simple avecilla errada, 
imagen de mi suerte desdichada! 

Viejo mito del dolor de la naturaleza muerta, aquí por mano del hombre, en Francisco de Rioja por la energía ciega y genesíaca del cosmos, por el mismo principio erótico que en otros pueblos antiguos hizo caer de hinojos a los indios delante del lingam cuajó en procesiones fálicas a orillas del Nilo e instituyó cultos lascivos en la paradisíaca Lesbos helénica . En las lágrimas que Francisco de Rioja derrama sobre la rosa condenada a marchitarse, el decir poético recuerda ya sones de copla popular, sabiduría del vulgo andaluz: 

Pura, encendida rosa, 
émula de la llama 
que sale con el día, 
¿cómo naces tan llena de alegría 
si sabes que la edad que te da el Cielo 
es apenas un breve y veloz vuelo? 
Y no valdrán las puntas de tu rama 
ni tu púrpura hermosa 
a detener un punto 
la ejecución del hado presurosa. 

Es el fatalismo de las cosas naturales padre de la indiferencia andaluza ante la vida. Si todo cambia, no vale detener el cambio. Es mejor dejar correr el agua del río antes que ahogarse en él por intentos de desviar su curso. 

La impotencia ante la naturaleza es un desasosiego histórico que genera, de, un lado, la tan cacareada vagabundez andaluza, y de otro, la filosofía popular e individualísima del «cante jondo». A lo primero, todos los que achacan la holgazanería andaluza, la voluntad de no hacer nada, típica del meridional, a una pura facilidad de existir gracias a una naturaleza próvida, ignoran la radical amargura que traspasa ese «farniente» andaluz, donde hay mucho más de trágico que de «dolce». A lo segundo, el «cante jondo» es triste, por expresar una manera triste de ver la vida, y es hondo porque esa manera de ver la vida resulta de una experiencia despiadada que miles de años y cientos de generaciones han ido acuñando en lo más profundo del corazón. 

¿Por qué en el «cante» hay siempre quejas contra los hados? ¿Por qué lo inundan el dolor y la desesperanza? ¿Por qué lo empiedran inacabables imprecaciones? ¿Por qué hay allí una pena que no curan los consuelos cristianos, ni los paraísos arábigos, ni el futuro prometido de felicidades en el seno de Dios o en los de hermosísimas huríes? 

Todo el «cante» se reduce a aquella copla que recogió Rodríguez Marín en El alma de Andalucía (Madrid, Imprenta de Archivos, 1929, página 95):  

Tengo un dolor no sé dónde, 
nacido no sé de qué; 
sanaré yo no sé cuándo, 
si me cura no sé quién. 

O sea, traduzco yo, a desasosiego ante la vida y a ignorancia absoluta de cómo vencer las indomables fuerzas naturales. Y la explicación de ese fenómeno, que contesta él las preguntas anteriores, está en que para el andaluz no hay más religión que la blanda naturaleza en que se mueve; y al ver cómo esa naturaleza también carece de entrañas, cómo no actúa a tenor de cánones lógicos, cómo se realiza inexorablemente, y al realizarse hiere o mata, destruye o allana a todos los seres y a todas las cosas de una manera ciega e irresistible, le taladra el dolor de no entender el ritmo de la diosa, la amargura de no domeñarla, el hondo sentir de no vencerla, de sentirse, por el contrario, vencido de antemano por ella. El «cante jondo» es a mi juicio en su persistente elocuencia que llega al fondo de los corazones, la forma de rezar propia de la religión andaluza, la plegaria del dios-toro y, además, la prueba patente de lo superficialmente cutáneo del catolicismo andaluz, que, ni más ni menos que el mahometismo o que la paganía jupiterina, son meros mantos que apenas encubren la auténtica religiosidad andaluza: el culto a la diosa madre, a la naturaleza. 

Escribió José María Izquierdo que «el «cante jondo» sólo puede cantarse así (muy por lo hondo), muy bajito y entre pocos» (Divagando por la ciudad de la gracia, Sevilla, Joaquín L. Arévalo, 1941, página 48) .. Y tenía más razón que la pura estética e impresionista que cabía en su pluma. Porque, así como las corridas de toros son las misas mayores de la religiosidad de Andalucía, solemnes y festivas, el «cante jondo» es la plegaria doliente, recortada y triste, que habla en la soledad del corazón. Por donde, así como las corridas de toros exigen el marco de la luz, del color y del bullicio de las muchedumbres, el «cante jondo» precisa del recogimiento, de la soledad y del silencio, Aquéllas son una orgía adonisíaca; ésta el murmurio de pena dolorosa. 

Son respectivamente la cara alegre y la cara triste del dios-toro de Andalucía.
 
ANDALUCÍA EN "LAS ESPAÑAS" (III)
EL RESBALAR DE LA VIDA
Por Francisco Elías de Tejada
 
Hace siglos, muchos siglos, vive así, tumbado al regazo maternal de la Naturaleza bienhechora, sin alterar un ápice la perspectiva propia de la vida, con superior indiferencia al tráfago de las gentes o a las mutaciones de las cosas.
Es el andaluz un pueblo viejísimo, el más viejo de todo Occidente. Su estilo humano es resultado de un golpear cultural de miles de años sobre el fino metal que el Darro lleva. Estrabón ya lo tenía por muy viejo cuando hablaba de que sus hijos gozaban leyes de seis mil años de antigüedad. Y Avieno, recogiendo saberes del siglo VI, glosa en su Periplo la memoria triste de aquella vieja Tartessos:
multa et opulens divitas
aeve detusto, nunc  egena, nunc brevis,
nunc destituta, nunc ruinarum agger est
(V. 207-272.)
Buena prueba de esa vetustez que admiraba a los geógrafos es la reacción de Roma frente al hecho cultural del pueblo andaluz. La Bética merece a los latinos consideraciones no dispensadas ni al antiguo Egipto, ni a la cultísima Grecia, ni a la remota Siria, ni al Israel de historias orgullosas. Con la gente bética tienen los romanos un aprecio realmente sorprendente, para el cual no cabe otra explicación que el respeto que les inspirara la antiquísima manera vital de Andalucía y el indecible tiempo atrás en que comenzara a dar frutos de convivencia civilizada, posiblemente rival, si no superior a la de los pueblos del Nilo y del Asia Menor. Pues a una ciudad bética, a Córdoba, otorgan por primera vez fuera de Italia el título de civitas; Carteya e Hispalis, hoy Tarifa y Sevilla, son las primeras colonias fundadas en la Península; el gaditano Balbo, el primer extranjero que alcanzó el consulado y el primer no romano a quien se concediera el triumphus; el primer emperador no itálico, Trajano, meció su cuna a orillas del Betis; Córdoba da a Roma el más alto de los filósofos del pueblo-rey; el latín cordobés suscita alabanzas de Cicerón, aunque lo halle algún tanto gárrulo y machacón ... Bética fue algo más que la provincia fertilísima en paneras y olivares; fue la gran almáciga extraña adonde Roma acudió en busca de los hombres que necesitaba.
Aunque el andaluz no se conmoviera por eso, pues las cosas políticas resbalaban sin herir su sensibilidad de hombre exclusivamente preocupado en la vida paradisíaca que su tierra le brindaba, desdeñoso de ocupaciones políticas capaces de turbar la despreocupada tranquilidad de su suelo y de su aire. Contentos con ellos, se dejan dominar políticamente, con tal que el vencedor no les prive de tomar, como a Diógenes, el sol. Todos los andaluces han sido siempre Diógenes frente a todos los Alejandros que los han visitado merced a transitorios avatares de la vida. Por eso, en el fondo de la filosofía andaluza, filosofía popular y antiquísima, late un solo precepto válido : «No vale Ia pena preocuparse por nada, porque nada vale más que la «bendita» tierra de Andalucía.»
Esa es la entera filosofía de Séneca, cuyo estoicismo no le viene de un convencimiento racional de erudito romano, sino por cuanto lo estoico coincidía con lo que aprendió de niño en Córdoba, con el desprecio de las cosas pasajeras y la omnivalidez absoluta individual. Y ésa es, al cabo de los siglos la filosofía de Ganivet, quien encuentra en Séneca su filósofo, el filósofo de la España vista con ojos andaluces; cabalmente porque Séneca expresó en vocablos estoicos la eterna sabiduría del desengaño andaluz, hija de la viejísima solera de sus gentes.
Una filosofía tan auténticamente andaluza que pervive por debajo de todos los procesos políticos. En Séneca se vistió de clámide romana y subió al foro latino cubierta de toga; a la venida de los cristianos recubrióse de frases bíblicas y decires evangélicos, pronunciando sus consejos entre litúrgicas amonestaciones; con los árabes fue fataIismo, entrega otra vez a lo estoico y a lo muslímico, en manos de los «fata» o de Alá; en el siglo XVII se trueca poesía culterana y rima pesares alambicados en todos los estilos y por todos los poetas… Pero siendo siempre la misma, la eterna ciencia del desprecio a las cosas laicas que no tengan que ver con la religiosidad pagana de la naturaleza que nace y muere.
Lo que acabo de escribir consta claro para el fatalismo senequista o árabe y para el menosprecio cristiano de las cosas, con claridad meridiana que me exime de llenar estas observaciones con carga de farragosa erudición. Mas no puedo hacer lo mismo con la lírica andaluza renacentista y barroca, y allá van unos cuantos textos demostradores de la pervivencia de la sabiduría popular de esta nación viejísima aun donde menos pudiera sospecharse la continuada duración del hijo callado y profundo de una trayectoria espiritual.
Lo necio de poner ilusiones en fábricas de humana arquitectura pervive en Juan de Jáuregui a quien nadie creyera adorador de las fuerzas irreductibles de la Naturaleza:
¡Ay! ¡De cuán poco sirve al arrogante
el edificio que soberbio empina
sobre pilastras de Tenaro y fina
de mármol piedra y de color cambiante!
Pues cuanto más del suelo se levante
máquina excelsa, al cielo' convecina.
tanto más cerca atiende a su ruina,
tanto más cerca al rayo del Tonante.
Consumirá en los jaspes su tesoro,
y consumidos de la propia suerte
ellos serán en término ligero;
y por ventura entre alabastros y oro
del alto capitel, verá su muerte,
pobre y desnudo, el sucesor primero.
Rumbo pasajero de las cosas, que Juan de Arguijo ejemplarizó en un aleluya de esperanza, que es el anverso de la desesperanza de Juan de Jáuregui en la misma moneda de lo transitorio de las cosas naturales:
Yo vi del rojo sol la luz serena
turbarse, y que en un punto desparece
su alegre faz, y en torno se oscurece
el cielo con tinieblas de horror llena.
El austro proceloso airado suena
crece su furia, y la tormenta crece,
y en los hombros de Atlante se estremece
el alto Olimpo, y con espanto truena.
Mas luego vi romperse el negro velo
deshecho en agua, y a su luz primera
restituirse alegre el claro día,
y de nuevo esplendor ornado el cielo
miré y dije: «¡Quién sabe si le espera
igual mudanza a la fortuna mía!»
Todo el desconsuelo que Jáuregui encontraba en lo perecedero de las cosas, halla Arguijo de consuelo sobre iguales bases. Es la amargura triste de la consciencia satúrnica que todo lo destruye, la misma que oteaba Rodrigo Caro contemplando las ruinas de la colonia itálica:
Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.
Sólo quedan memorias funerales
donde erraron ya sombras de alto ejemplo;
este llano fue plaza, allí fue templo,
de todo apenas quedan las señales.
Del gimnasio y las termas regaladas
leves vuelan cenizas desdichadas;
las torres que desprecio al aire fueron,
a su gran pesadumbre se rindieron.

Es el curso de la vida que no se detiene y que tritura implacable aquel que quiera interponerse en su camino, por donde lo mejor es no contar con él, dejado correr cual al agua del río sagrado de la tierra andaluza. Lo leemos en la celebrada Epístola moral a Fabio, flor de la filosofía andaluza, senequista, fatalista e indiferente:
 
 
Más triunfos, más coronas dio al prudente
que supo retirarse la fortuna
que al que esperó obstinada y locamente.
Esta invasión terrible e importuna
de contrarios sucesos nos espera
desde el primer sollozo de la cuna,
Dejémosla pasar como la fiera
corriente del gran Betis, cuando airado
dilata hasta los montes su ribera.


Es un saber decantado de experiencias milenarias que fluye ante todo en labios del pueblo, del hombre andaluz, Diógenes despreciador de todos los Alejandros. Es la ley de la naturaleza que el andaluz acata, puesto que la naturaleza es su religión y la clave entera de su vida.
Ni siquiera el amor se salva de la muerte, cual canta el guadijeño Antonio Mirademescua en deliciosos versos de andalucísima factura y lógica bajo dulces sones castellanos:
Ufano, alegre, altivo. enamorado,
rompiendo el aire el pardo jilguerillo
se sentó en los pimpollos de una haya,
y con su pico de marfil nevado'
de su pechuelo verde y amarillo,
la pluma concertó pajiza y gaya;
y celoso se ensaya 
a discantar en alto contrapunto
sus celos y amor junto,
y al ramillo su apoyo y a las flores
libre y gozoso cuenta sus amores.
Mas ¡ay! que en este estado
el cazador cruel, de astucia armado,
escondido le acecha,
y al tierno corazón aguda flecha
tira con mano esquiva,
y envuelto entre su sangre lo derriba.
¡Simple avecilla errada,
imagen de mi suerte desdichada!
Viejo mito del dolor de la naturaleza muerta, aquí por mano del hombre, en Francisco de Rioja por la energía ciega y genesíaca del cosmos, por el mismo principio erótico que en otros pueblos antiguos hizo caer de hinojos a los indios delante del lingam cuajó en procesiones fálicas a orillas del Nilo e instituyó cultos lascivos en la paradisíaca Lesbos helénica . En las lágrimas que Francisco de Rioja derrama sobre la rosa condenada a marchitarse, el decir poético recuerda ya sones de copla popular, sabiduría del vulgo andaluz:
Pura, encendida rosa,
émula de la llama
que sale con el día,
¿cómo naces tan llena de alegría
si sabes que la edad que te da el Cielo
es apenas un breve y veloz vuelo?
Y no valdrán las puntas de tu rama
ni tu púrpura hermosa
a detener un punto
la ejecución del hado presurosa.
Es el fatalismo de las cosas naturales padre de la indiferencia andaluza ante la vida. Si todo cambia, no vale detener el cambio. Es mejor dejar correr el agua del río antes que ahogarse en él por intentos de desviar su curso.

La impotencia ante la naturaleza es un desasosiego histórico que genera, de, un lado, la tan cacareada vagabundez andaluza, y de otro, la filosofía popular e individualísima del «cante jondo». A lo primero, todos los que achacan la holgazanería andaluza, la voluntad de no hacer nada, típica del meridional, a una pura facilidad de existir gracias a una naturaleza próvida, ignoran la radical amargura que traspasa ese «farniente» andaluz, donde hay mucho más de trágico que de «dolce». A lo segundo, el «cante jondo» es triste, por expresar una manera triste de ver la vida, y es hondo porque esa manera de ver la vida resulta de una experiencia despiadada que miles de años y cientos de generaciones han ido acuñando en lo más profundo del corazón.
¿Por qué en el «cante» hay siempre quejas contra los hados? ¿Por qué lo inundan el dolor y la desesperanza? ¿Por qué lo empiedran inacabables imprecaciones? ¿Por qué hay allí una pena que no curan los consuelos cristianos, ni los paraísos arábigos, ni el futuro prometido de felicidades en el seno de Dios o en los de hermosísimas huríes?
Todo el «cante» se reduce a aquella copla que recogió Rodríguez Marín en El alma de Andalucía (Madrid, Imprenta de Archivos, 1929, página 95):  
Tengo un dolor no sé dónde,
nacido no sé de qué;
sanaré yo no sé cuándo,
si me cura no sé quién.
O sea, traduzco yo, a desasosiego ante la vida y a ignorancia absoluta de cómo vencer las indomables fuerzas naturales. Y la explicación de ese fenómeno, que contesta él las preguntas anteriores, está en que para el andaluz no hay más religión que la blanda naturaleza en que se mueve; y al ver cómo esa naturaleza también carece de entrañas, cómo no actúa a tenor de cánones lógicos, cómo se realiza inexorablemente, y al realizarse hiere o mata, destruye o allana a todos los seres y a todas las cosas de una manera ciega e irresistible, le taladra el dolor de no entender el ritmo de la diosa, la amargura de no domeñarla, el hondo sentir de no vencerla, de sentirse, por el contrario, vencido de antemano por ella. El «cante jondo» es a mi juicio en su persistente elocuencia que llega al fondo de los corazones, la forma de rezar propia de la religión andaluza, la plegaria del dios-toro y, además, la prueba patente de lo superficialmente cutáneo del catolicismo andaluz, que, ni más ni menos que el mahometismo o que la paganía jupiterina, son meros mantos que apenas encubren la auténtica religiosidad andaluza: el culto a la diosa madre, a la naturaleza.
Escribió José María Izquierdo que «el «cante jondo» sólo puede cantarse así (muy por lo hondo), muy bajito y entre pocos» (Divagando por la ciudad de la gracia, Sevilla, Joaquín L. Arévalo, 1941, página 48) .. Y tenía más razón que la pura estética e impresionista que cabía en su pluma. Porque, así como las corridas de toros son las misas mayores de la religiosidad de Andalucía, solemnes y festivas, el «cante jondo» es la plegaria doliente, recortada y triste, que habla en la soledad del corazón. Por donde, así como las corridas de toros exigen el marco de la luz, del color y del bullicio de las muchedumbres, el «cante jondo» precisa del recogimiento, de la soledad y del silencio, Aquéllas son una orgía adonisíaca; ésta el murmurio de pena dolorosa.
Son respectivamente la cara alegre y la cara triste del dios-toro de Andalucía. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario