viernes, 19 de septiembre de 2014

ANDALUCÍA EN LAS ESPAÑAS, SEGÚN D. FRANCISCO ELÍAS DE TEJADA

Imagen tomada de: "Cossìo Arte Valor y Sangre"
 
 
 ANDALUCÍA EN "LAS ESPAÑAS" (II)
 
D. Francisco Elías de Tejada y Spínola,
De su obra "Las Españas" (Ed. Ambos Mundos. Madrid, 1948)
 
 
LA RELIGIÓN DEL DIOS TORO


Fijados los linderos de Andalucía, adentrémonos en la entraña de lo andaluz.

También aquí asoma la geografía, pero no  ya una geografía de mapa y fronteras, sino una geografía de paisaje, de contornos. El andaluz vive, tanto o más que el galaicoportugués, en función de lo que le rodea: del árbol, de la mata, del río, del cerro y de la flor. La diferencia está en que el andaluz adora cariñosamente al paisaje, y el celta que hay en el fondo de todo gallego y de todo portugués adora a las cosas porque las teme. El andaluz está tan lleno de su sol y de su suelo que se tiende morosa y amorosamente sobre éste para recibir los rayos de aquél, en una pagana adoración en la que todo es eso: campo, pagus, paganía, campiña acariciada y acariciadora; mientras que el celta de la banda occidental de la Península tiembla ante el golpear de la lluvia en las rocas o en la tenebrosidad de las cavernas, transformando al paisaje en un semillero de dioses misteriosos con los que se dialoga en previsión de evitar sus constantes funestas asechanzas.
 
No cabe concebir al andaluz fuera de su tierra, a la que por algo más que por mero juego de palabras bautizó con el calificativo de «tierra de María Santísima». En el fondo de sus almas el hijo de Málaga o de Cádiz está contento de sí mismo sin otro motivo que haber nacido en Málaga o en Cádiz, esto es ser andaluz. El desprecio a lo de fuera es un desprecio, mejor que de hombre a hombre, de tierra a tierra. Cuando este pueblo viejísimo se siente superior a los extraños repite la ancestral creencia de todos los pueblos preclásicos, de egipcios, Iidios, griegos y romanos, o sea se juzga centro ombligal del Universo. Pero con un matiz peculiar: la hostilidad al forastero, el desprecio a lo no andaluz que palpita en el pecho del más mísero de los jornaleros de Carmona, no es el desprecio de hombre a hombre, de raza a raza; más bien es la compasión hacia quien no tuvo la suerte de nacer y vivir a las orillas del Guadalquivir.
 
Justo es reconocer que razones geográficas abonan semejante manera de ver las cosas. Desde tiempos remotos, Andalucía fue diputada la mejor y más rica parte del planeta. Lo que para los españoles del siglo XVI fue el Eldorado fantástico e inasequible, significan para los antiguos las márgenes del Betis y del Anas. Son innúmeras las voces que con constante clamor pregonan la celestial delicia del pedazo meridional de España.
 
Leamos al viejo Anacreonte, cercano por la cuna a Focea, la patria de audaces comerciantes de cuyos labios oyó tal vez ponderar los encantos de la tierra de Argantonio, resumen de toda dicha en el suelo, tan colmada que prolongaba la vida de sus habitantes más allá del siglo y medio:

 
«No quiero de Amaltea la Abundancia
O la fértil de bienes cornucopia
Ni reinar pido ciento cincuenta años
Donde los tartesios con fortuna moran»
 

Plinio, a la hora imperial, siete siglos después, le replicará asegurando la prodigiosa fertilidad, descolladora sobre la de todas las provincias del Imperio: "Baetica... cunctas provintiarum diviti cultu el quodam fertili ac peculiari nitore praecedit". E igual Filostrato al narrar la biografía de Apolonio de Tiana, o Posidonio, copiado por Estrabón, quien cuenta allá más de doscientas ciudades bien pobladas. Habido cargo de tan cálidos elogios, no es de extrañar que Platón colocara la utópica ensoñación de la Atlántida en las bocas del río que a Occidente riega los pastizales del culto totémico andaluz del toro.
 
Porque, a mi manera de ver, ahí radica la explicación de esa devoción del andaluz hacia las peleas con la fiera astada, de esa predisposición especial que hace del sevillano, del cordobés o del rondeño un algo torero siempre, aunque se gane luego la vida en los prosaicos menesteres de curar enfermos, vender tejidos o arar la tierra. Así como cabe ser torero sin ser andaluz, no se concibe a un andaluz que no sea un poco torero.
 
Siempre me llamó la atención, cuando de niño iba a las corridas de toros, el hecho de que constituya una fiesta colectiva. Al paso que en el teatro solamente actúan los actores dando vida a figuras irreales con la varita mágica del milagro escénico, y el público desempeña un papel pasivo de simple asistente, de tranquilo contemplador, de presente que mira, de «espectador» en suma, cuya función normal es la de no interrumpir con sus gestos o gritos lo que suceda en las tablas; en las corridas de toros, por el contrario, el público «representa» -valga la frase- al mismo tiempo que el torero;  chilla, jalea, pita o aplaude, gesticula, vocifera y toma parte activísima en cuanto acontece en la arena de tal modo, que nadie osará concebir nunca una corrida de toros sin un público bullanguero y escandaloso, principalísima parte de la fiesta, en tanto grado que cierto amigo mío suele repetir que en épocas de dictadura va a las corridas de toros porque es el único sitio en donde nadie puede borrar la libertad de opinión.
 
El apego a las corridas de toros y el clamor colectivo que levantan son cosas típicas de Andalucía, que únicamente por moda imitadora han arraigado, con más o menos fuerza, en otras partes, sin que en ninguna cobren el valor auténtico que a orillas del Guadalquivir poseen desde hace miles de años. Y es que, a mi ver, las corridas de toros son en Andalucía un acto religioso, el acto supremo de la religiosidad andaluza.
 
Las gentes de allá ven encarnada en el toro toda la potencia viril, brutalmente genesíaca, de la naturaleza. Así como el oso reina en las montañas del Norte o el león en los desiertos númidas, el toro es el señor absoluto de las tierras llanas de Andalucía vecinas a aquella perdida Tartessos cuyo estilo vital viene repitiéndose de siglo a siglo en lo andaluz, por debajo de todos los cambios exteriores y políticos. La admiración hacia el toro es admiración hacia la naturaleza; la lucha con el toro es la lucha con las fuerzas naturales, tan característica de los pueblos primitivos que en el relato bíblico hizo trocar a Jacob su nombre originario por el conocido de Israel; vencer al toro es domeñar a la naturaleza, y matarle con astucia y garbo, rindiendo su violencia descompuesta al artificio elegante de la mañosa capa del torero, en un alarde de color y de gracia, es representar a lo vivo la pantomima del triunfo no violento, alegre y pinturero, lleno de sal y de color, con que el andaluz de todos los tiempos supo aprovechar los dones que le ofrecía la tierra ubérrima en que vive. El toro, señor de la naturaleza andaluza, rendido al hombre valeroso que solo, individualmente, compite contra él sin otra arma que un trapo de colores tan vivos como el sol meridional, es el ánima misma de Andalucía hecha carne de luz en una tarde de entusiasmo, de gracia y de devoción.
 
Luego hablaré del catolicismo andaluz. Me baste ahora con apuntar que en Andalucía la religión tiene que entrar por los ojos, so pena de transformarse en frío de tumba, inanimada plegaria que no cala al corazón. Lo requiere el orgullo que el andaluz siente por la tierra «bendita» que le rodea, en la que cree como valor religioso supremo. La suya es, porque no puede ser otra, una religión de brillos exteriores, de luminosidad caliente, de contrastes del rojo con el oro y el azul, o sea los contrastes combinados entre la sangre roja de la tierra, el oro del sol y el azul del cielo. Por eso el protestantismo no arraigará jamás en Andalucía, no porque allí la gente sea reciamente católica, sino porque es demasiado pagana y la raíz de su religiosidad radica en el culto cariñoso y agradecido a la lujuria de las cosas naturales que le cercan.
 
Su religión verdadera es el culto a la naturaleza, concentrado en el culto del toro. Y su supremo acto de oración, gozarse en vencerla a la andaluza en la gran misa pagana de una «corrida». Por lo cual éstas son un acto colectivo, un acto conmovedor de apasionadas multitudes, que ven reflejadas en la arena la tierra «bendita», en la capa la gracia nacional y en el torero el oferente sacerdote del culto sangriento y adonisíaco del hombre que mata y muere. Todo el dolor ante la angustia de la naturaleza que nace y muere no supo inspirar a la fría religiosidad semita de los fenicios otra cosa que un cortar sus trenzas las mujeres; pero aquí el sol y la gracia han hecho el portentoso milagro, divino milagro de la religión tartésica, de poner alegría y salero en la escenificación a la andaluza del más grande tema de las mitología s orientales.
 
Había hondas razones secretas, que él mismo no comprendió nunca, en la mano de aquel señor de las marismas, «toreador», ganadero y poeta, que ofrecía al dios-toro, al dios nacional del Andalucía, el siguiente Holocausto versificado:
 
Fieles seguimos a tu santo rito.
¡oh Hércules de Libia, dios de Hispalia!
Yo me arrodillo y beso tu sandalia
revestido de cíngulo y amito.
En las gradas del templo de granito,
un pomo lleno de la miel de Algalia
derramo de tu altar sobre la palia,
como reza en el viejo manuscrito ...
El toro va a salir ... ; su sangre hirviente
te ofrezco en holocausto, que patente
muestra es de una fe que en mí perdura ...
¡Oh dios de Hispalia! A ti devotamente
del bestiario te ofrezco la locura
que recuerda tu rito eternamente.

 
(Fernando Villalón: Poesías, Madrid, Hispania, 1944, página 32. )
 
El andaluz ha transformado su admiración por la Naturaleza en religión de colores y destellos vivos. Es una religión de estética y orgasmo, una fe de colores y dibujos. Cuando no se es del todo andaluz, como le sucediera a Ángel Ganivet, tal fe da de sí un esteticismo hacia las cosas que yo, en algún trabajo mío que hoy rectificaría en este punto, tomé por tendencia tradicionalista. «Admiro muchas cosas, y las respeto todas en lo que tienen de respetable; pero jamás me da la idea de cambiarlas de sitio. Dos cosas diferentes o contrarias pueden ser buenas y bellas en diferentes lugares; mudémoslas de lugar, y acaso pierdan su mérito», se lee en “Granada la bella” (Madrid. Suárez, 1905, página 13), como una oración más de la religiosidad andaluza, ésta sí oración minoritaria de pensador aislado que es en labios del desengañado granadino lo que los gritos apasionados son en las bocas de las multitudes que aplaudían a Manolete: un acto de fe, un rezar a la andaluza, un gesto devoto, oración al dios de la naturaleza, oración de gentes embriagadas de luz y color, tremantes de entusiasmo telúreo, agradecida al distribuidor divino de los bienes terrenales.
 
El contorno geográfico envuelve al andaluz en una capa de brillos con la que se encuentra bien hallado, al amparo de todas las intemperancias propias de los climas del resto de la Península o de África, del frío del Norte, de la humedad oceánica o del calor tórrido del Sur. Se entrega mansa y amablemente a la grata caricia de una naturaleza seductora, próvida y maternal; y desde siglos, creyente en ella, adormecido en sus senos deliciosos, corona como ellos la diafanidad de su luz nívea con el rojo vivo de un clavel motrileño, en un gesto de suprema e irrefrenable paganía, que apenas interrumpe, sólo corte del vivir descansado y halagüeño, para ver representar en el redondel de una plaza de toros la fiesta sagrada de su religiosidad innata.

No hay comentarios:

Publicar un comentario