Infantillo del Colegio de Corpus Christi de Valencia
Manuel Fernández Espinosa
San Juan de Ribera, nacido en Sevilla el año 1532, hijo de Pedro Enríquez y Afán de Ribera y Portocarrero, Duque de Alcalá y Marqués de Tarifa, Virrey de Cataluña y Nápoles, destacó como Arzobispo de Valencia. Juan recibió la tonsura clerical el 23 de marzo de 1544 en la iglesia de San Esteban de Sevila y poco después pasó a Salamanca. Felipe II lo propuso ante el Papa Pío VI para ocupar la sede episcopal de Badajoz en 1562 y en 1568 el Romano Pontífice le confiere el título de Patriarca de Antioquía y Arzobispo de de Valencia. El sevillano entró el 21 de marzo de 1569 en Valencia y acometió con celo y energía la reforma del clero y la edificación de las almas. Una de las fundaciones que de San Juan de Ribera han llegado a nosotros es el Real Colegio de Corpus Christi de la capital del Turia, instituido para la adoración del Santísimo Sacramento y la formación del clero.
Es en esta institución centenaria donde se establecería una de las tradiciones en Valencia que duró poco y que parece haberse rescatado: la de los Infantillos (semejante a la tradición de los Seises de Sevilla), de la que ya daba cuenta en "Nuestras ancestrales danzas guerreras". Así nos lo refiere el P. Burguera:
"En un principio verificábase por los claustros del Colegio y durante la octava del Corpus el baile de los infantillos, resultando un acto conmovedor, parecido al de los seises hispalenses. Poco después de la fundación de este Colegio, el carácter extremadamente serio valenciano, conceptuó á este baile como poco reverente á la Majestad del Sacramento, suprimiéndolo, en consecuencia, sin tener en cuenta que todas las cosas practicadas con intención recia y devoción esmerada son del agrado de Dios, y que por lo mismo aquel baile podía darle gloria. He tenido el gusto de ver dos ejemplares del uniforme de los antiguos infantillos que se usaban para el baile de referencia, y que guarda, como reliquia preciosa el Colegio de Corpus Christi de Valencia. No he podido dar con las poesías que, para cantadas, se repetían en la carrera de la procesión del Corpus, minetras era ejecutado el gracioso baile".
Digamos que Fray Amado de
Cristo Burguera y Serrano (y no "Bruguera", como hemos leído en alguna
parte) había nacido en Sueca (Valencia) el año 1872, en el seno de una
familia carlista, había sido fraile en el Convento de Segorbe y llegó a
ser censor eclesiástico, falleciendo en 1960 en su Sueca natal, de la
que llegó a ser Cronista Oficial. Eruditos valencianos le describen como
un "franciscano exclaustrado, rico y proveído de una fantasía
clamorosa" que "consumió su vida en ocupaciones admirablemente
extrañas". El Padre Burguera había conocido a D. Alexis de Sarachaga Lubanov de Rostov en 1914 en Francia y recibió de Sarachaga el cometido de crear la
sección española del Hieron, aunque lo intentó, el proyecto no cuajó, no obstante, a su regreso a
Valencia, el P. Burguera fundó, en unos terrenos a las afueras de Sueca
el Studium Catholicum (invocando la experiencia pedagógica del P.
Manjón). El edificio de este Studium Catholicum se inauguró el año 1931; pero la confrontación del P. Burguera con la II República provocó que las autoridades
municipales republicanas clausuraran este centro. Sin embargo, su obra "Enciclopedia de la Eucaristía", donde trata este asunto de los Infantillos de Valencia, entre tantos otros temas, muestra a las claras que perseveró en la misión conferida por Sarachaga para la implantación del Reinado Social de Cristo Rey.
Los orígenes de los Seises sevillanos se remontan a Fernando III el Santo y sus danzas sacramentales hay que relacionarlas con las danzas guerreras más primitivas, ejecutadas ante el Santísimo Sacramento como danzas oferentes. Como apuntaba el P. Burguera, solo unas mentes estrechas podían censurarlas. La tradición se ha perpetuado felizmente en Sevilla como una de las muestras más entrañables de amor y adoración eucarísticos.
EL “RELINCHO” EN LA TRADICIÓN VOLK-LÓRICA DE LOS PUEBLOS DE ESPAÑA
Manuel Fernández Espinosa
En los pueblos indoeuropeos el “caballo” ha desempeñado, desde la más remota antigüedad, un papel predominante que tendrá, en los rituales y relatos míticos, un importante protagonismo. El simbolismo del “équido” es muy complejo, y se han vertido ríos de tinta en su interpretación. Para Mircea Eliade era un “animal ctónico-funerario”, pero Mertens Stienon consideraba que era un antiguo símbolo del movimiento cíclico de la vida manifestada. Diel cree que el caballo simboliza los deseos exaltados, los instintos primarios, “de acuerdo con el simbolismo general de la cabalgadura y del vehículo” –según Juan Eduardo Cirlot. Sugiero que, de entre todas estas interpretaciones, retenga el lector ésta última de Diel para mejor entender lo expuesto más abajo.
Los “Asvins” indios, los griegos Cástor y Pólux, los anglosajones Horsa y Hengist... Serían expresiones de un mismo mito ancestral: el del caballo y el jinete que luego se transforma en el mito de los Gemelos. Según Puhvel, el mito de los gemelos se podría interpretar –en el mito y ritual proto-indoeuropeo- como el acoplamiento de un jinete con un caballo. Se sabe que los celtas continentales adoraban a la diosa Epona bajo figura de yegua blanca, pudiéndose comparar los rituales anejos a este culto de Epona con el “asvamedha” indio. En la Hispania indoeuropea encontramos una serie de animales sagrados entre los que, según la Doctora Guadalupe López Monteagudo, figuran “el ciervo, el caballo, el jabalí y el toro”. Sobre la función apotropaica (protectora) y psicopómpica (conductor del alma del difunto al “más allá”) del caballo tiene espléndidas páginas el erudito Profesor D. José María Blázquez, que no obstante piensa que “La Península Ibérica, por otra parte, nunca fue devota de Epona” a juzgar por los pocos vestigios epigráficos que pueden alegarse a favor de ese culto.
No obstante, a pesar de los reparos que una autoridad como la del Profesor Blázquez hace al culto de Epona en Hispania, hay que señalar que existe una multitud de estelas funerarias ibéricas, celtibéricas o celtas halladas a lo largo y ancho de toda la península. En estos monumentos fúnebres el caballo –con o sin jinete- es figura central. Tampoco habría que olvidar que la numismática prerromana es harto elocuente en este sentido, cuando en el revés de muchas monedas aparece otra vez el caballo como animal totémico, cabalgado o sin caballero. El Profesor Alejandro Recio Veganzones estudió un relieve ibérico hallado en el término de Martos: en dicho relieve nos aparece un caballo acompañado de otros elementos que no nos conciernen ahora. El Profesor Recio supone que este relieve decoraba “alguno de los lados de un monumento funerario”. En el arte antiguo se ha interpretado que el caballo –animal eminentemente funerario- condensa un simbolismo que no sólo se restringe al papel de “protector de tumbas” o “conductor de ultramundo”; también se ha interpretado el símbolo equino como simbolización de un hombre heroico.
Como reliquias etnológicas y folclóricas de estas primitivas creencias que tienen al caballo –tanto en los ámbitos indoeuropeos como ibérico- como animal totémico encontramos dos figuras muy curiosas: la del “Zamalzain” (personaje del carnaval de la vertiente francesa de Vasconia) y la del “Zaldiko”, perteneciente al universo carnavalesco de Lanz (en Navarra), ambos muy estudiados por el eminente antropólogo D. Julio Caro Baroja.
“Zamalzain” es, según el maestro antropólogo al que seguimos, “el personaje más importante [del carnaval de Zuberoa] que a primera vista representa a un hombre montado a caballo, si bien es verdad que el armazón que pretende simular el cuerpo del animal no lo hace con mucha propiedad. La cabeza del caballo, de madera, es muy pequeña. El hombre lleva un gorro complicado con plumas. Notemos ahora que caballero en vascuence es zaldun-a, y el caballo, zaldi-a.”
En Lanz un personaje carnavalesco, a primera vista parecería homólogo de “Zamalzain”, es “Zaldiko”, aunque Caro Baroja se pregunta: “¿Quién puede ser este hombre-caballo?”; y objeta: “Entre la mascarada de Lanz y las de Zuberoa hay una divergencia notable […] El ser mítico y ritual que los etnólogos de otro tiempo idearon con el nombre particular de “espíritu de la vegetación”, espíritu que pierde y recupera la fecundidad anualmente y que ostenta figura de caballo, no puede seguir haciendo el gasto de nuestras interpretaciones”.
Independientemente de estas consideraciones de Caro Baroja sobre el “espíritu de la vegetación” de la etnología clásica, el asunto sobre el que llamamos la atención es la identificación del hombre con el caballo, que puede apreciarse tanto en los personajes del carnaval vasco-navarro y vasco-suletino como en la hermenéutica del arte ibérico y celtibérico que interpreta al caballo funerario como cifra del difunto heroicizado.
Teniendo en cuenta que nuestros antepasados identificaron hombre y caballo, podemos entender que uno de los elementos del folclore hispano fuese el “relincho”, preservado en nuestros días tan sólo entre los vascos, aunque como tendremos ocasión de comprobar, existen vestigios literarios que nos revelan que también el "relincho" estuvo presente en otras zonas de la Península Ibérica.
En los jolgorios vascos, cuando la comunidad está gozando de la fiesta con la música y la danza, los hombres suelen lanzar los típicos “irrintzi” (relinchos). Como todos sabemos, el “irrintzi” es el típico relincho vasco que, en ocasiones de fiesta y regocijo popular, también en combate, profieren los vascones. En la práctica lo encontramos, y también lo hallamos mencionado siquiera de pasada en la literatura. Pío Baroja en “Zalacaín el aventurero” nos pinta a los vascos profiriendo “irrintzi”, también Unamuno aludirá al "irrintzi" -puede ser que, cito de memoria, lo haga en algunas escenas de “Paz en la guerra”.
Menos conocido es que el “relincho” formaba parte también –como expresión de desbordamiento y fiesta- del acervo volk-lórico de otros pueblos de la Península Ibérica; aunque lamentamos que se haya desvanecido en la práctica -y también se haya borrado de la memoria -de esos pueblos que no han sabido conservar las tradiciones de sus ancestros como así lo han hecho los vascos y navarros, dignos de todo nuestro respeto y admiración.
Por haber desaparecido el "relincho" de entre las expresiones festivas de los pueblos ibéricos resulta que sólo podremos hallar su reminiscencia en la literatura. Por ejemplo, en esa fuente inagotable del “Volk-lore” hispánico que es el Teatro Áureo de Lope de Vega. Por citar un ejemplo, valga el de algunas escenas que se nos representan en la muy famosa obra de Lope, “Peribáñez y el Comendador de Ocaña”. En las páginas de esta obra dramática podemos oír a Casilda, la bella esposa de Peribáñez, que dice:
“En mañana de San Juan nunca más plazer me hizieron la verbena y arrayán, ni los relinchos me dieron el que tus vozes me dan.”
En una de las acotaciones del dramaturgo podemos leer: “Éntrense todos relinchando”.
Creemos que no sólo en Ocaña, sino en toda la Península Ibérica pudiera ser el “relincho” (“irrintzi” vasco) una expresión festiva a lo largo de los siglos, llegando incluso a la época de los siglos áureos. Pero, incluso su uso se prolonga a tiempos más recientes.
En “El sabor de la tierruca” del gran D. José María de Pereda, podemos leer que también el “relincho” era una sólita práctica entre los jóvenes de las montañas cántabras para expresar alegría. Entre muchas menciones que de esta usanza hace el genial autor, podemos señalar la que nos pinta al término de una “deshoja” habida en la acción literaria que tiene lugar en el pueblo-ficto de Cumbrales:
“¡Y en el corral cantares, y en la calleja relinchos y más cantares!”.
CONCLUYENDO:
El “Diccionario de Autores” define el “relincho” con las siguientes palabras: “se toma por los gritos y voces en regocijo y fiesta”. El “relincho” ibérico consistía en la imitación humana de un animal sacralizado entre las tribus autóctonas: el caballo. Dicha emulación cuasi onomatopéyica podría interpretarse como una identificación que el hombre hace de sí mismo con el caballo totémico. Téngase en cuenta que el caballo es, para el hombre antiguo, animal domesticado: valiosísimo para el transporte e imprescindible para la guerra y que, en el simbolismo biopsicológico del caballo, éste representa –recordemos a Diel- “los deseos exaltados y los instintos primarios”. Si el empleo del caballo como animal de transporte depara su sentido “psicopómpico” (vehículo en el más allá) y el empleo bélico que del caballo se hace aporta su sentido “apotropaico” (defensor de tumbas), el simbolismo biopsicológico que repara en la exaltación de los instintos y el deseo -como un desbocamiento- será el que permita entender la propensión del hombre ibérico a identificarse –relinchando- con el caballo que relincha en los momentos más álgidos de su vida: cuando se dispone al apareamiento, cuando emprende una carrera desbocada o cuando expresa su plena satisfacción. Precisamente en momentos semejantes a los de mayor desenfreno para el ser humano: la fiesta y la guerra.
Pensamos que el “relincho” fue una usanza extendida por toda la Península Ibérica desde tiempos inmemoriales y remotísimos, uso que hogaño sólo se conserva en tierras vascónicas –gracias al amor que los vascos tienen por sus tradiciones y no sin desafiar bizarramente la destrucción de "viviendas" (1) que el espíritu moderno ha ejecutado, liquidando costumbres volclóricas. En el resto de la geografía peninsular, siempre más permeable a los vientos destructivos de la modernidad, el “relincho” ha desaparecido prácticamente.
Nosotros, reconociendo que estas líneas no quieren ser nada más que un ligero aproche etnológico, rogamos a los lectores del presente "aproche" que, en caso de poder hacerlo, añadan si lo tienen a bien más material procedente de la literatura o el volk-lore de toda España para dilucidar esta cuestión propuesta. Y, por último, reivindicamos el “relincho” como expresión genuina de la alegría de unos pueblos -los nuestros- que si no relinchan hoy en nuestros días es a buen seguro que por haber perdido la alegría antigua y vital que lo llevaba a danzar y guerrear mejor que ningún otro pueblo del mundo.
(1) La palabra "vivienda" en el léxico de mis personales estudios antropológicos recupera una antigua acepción -por ejemplo, empleada por fray Luis de León: la de "manera de vivir", "estilo de vida", por lo que no recomiendo entenderla como comúnmente se hace: vivienda = habitación física.
BIBLIOGRAFÍA:
CIRLOT, Juan Eduardo. “Diccionario de Símbolos”, Barcelona, 1997.
KRUTA, Venceslas. “Los Celtas” (Apéndice de la doctora G. López Monteagudo), Madrid, 1992.
MARCO SIMÓN, Francisco. “Los celtas”, Madrid, 1990.
BLÁZQUEZ, José María. “Imagen y Mito. Estudios sobre religiones mediterráneas e ibéricas”, Madrid, 1977.
CARO BAROJA, Julio. “El Carnaval. Análisis histórico-cultural”, Madrid, 2006.
CARO BAROJA, Julio. “Los pueblos de España”, Madrid, 1981.
RECIO VEGANZONES, Alejandro. “Relieve ibérico funerario con caballo de “Las peñuelas” (Martos)”, Separata del “Homenaje a José Mª Blázquez” , Madrid, 1993.
VEGA, Lope de. “Peribáñez y el Comendador de Ocaña”, Madrid, 1982.
PEREDA, José María de. “El sabor de la tierruca”, Madrid, 1889.
El geógrafo musulmán Al-Idrisi situaba Jaén en el distrito (él le llamaba "clima") de las Alpujarras. Alemany Bolufer, allá en su "La geografía de la Península Ibérica en los escritores árabes" sostiene que Al-Idrisi daba el nombre de Alpujarras a la gran Cordillera de Sierra Morena, y no a las estribaciones de Sierra Nevada. Lo que parecía ser una flagrante equivocación del geógrafo. Julio Caro Baroja, mediando en la diatriba, comenta que fueron varias las Alpujarras que hubo en el Sur de España: "el nombre de "Alpujarra" se dio no sólo a un clima o distrito montañoso, sino, a varios, de la misma forma como para los escritores latinos de cierto período los "Alpes" no eran sólo el sistema orográfico que se llama ahora así, sino las grandes montañas en general.", nos dice el sabio de Vera de Bidasoa.
Hace al caso también que advirtamos que, según el mismo Caro Baroja: "Se ha rastreado incluso un elemento "alp-" o "arp-" (también "carp-") en varios antiquísimos nombres de cordilleras macizos y se ha pensado que entra incluso en la composición del de Alpujarra". La palabra "Alpujarra", pues, vendría a significar algo así como "las tierras montañosas2. Gerald Brenan, por su parte, mucho menos sabio que nuestro antropólogo vasco, creía más bien que el término "alp-" venía a significar, según otra interpretación filológica, "blanco".
La palabra "La Alpujarra" fue empleada por vez primera en el siglo X. Algunos la tradujeron como "Colina de Hierba". Hernando de Baeza y Hernando de Zafra la nombraban en singular: "la Alpuxarra/el Alpuxarra"; mientras que Fernando del Pulgar se refería a "aquellas sierras que llaman las Alpuxarras": en plural. Algunos cronistas de las guerras moriscas, contemporáneos de estos Hernandos, llegaron a traducir el vocablo "alpujarra" por "la pendenciera", "la levantisca". Sea lo que fuere, no es erróneo -según al-Idrisi y otros muchos, tanto moros como cristianos- hablar de varias Alpujarras, por mucho que el término haya quedado restringido para esa comarca que se extiende entre el meridión de Sierra Nevada y el mar. Pues ya decimos que no faltan autores antiguos y reputados que mantuvieron abiertamente que la actual provincia de Jaén también tuviera su Alpujarra: unos la ponían en Sierra Morena y otros, en la Sierra de Cazorla.
EL MITO MORISCO A DEBELAR
Se ha estudiado el levantamiento de los moriscos en la Alpujarra, y desde entonces la Alpujarra ha quedado ligada indisolublemente a esta insurrección cruel. Ni que decir tiene que el aplastamiento de los insurgentes moriscos bajo los ejércitos españoles ha hecho correr ríos de tinta por parte de nuestros detractores -los enemigos de España; en su estilo sempiterno, gimiendo y fingiendo, como plañideras a sueldo, los agentes de la Leyenda Negra han exagerado hasta la desfiguración histórica la supuesta dureza que ejercimos los españoles sobre nuestras "víctimas": los "pobrecitos moriscos". Menos tinta se ha gastado, por contra, en destacar las brutales torturas y crímenes que, sí, efectivamente cometieron los moriscos durante su insurrección: violación de mujeres delante de los esposos, asesinatos horrorosos de cristianos (mediante empalamiento, degollamiento y destripamiento) y martirización de religiosos y sacerdotes; ni los niños escaparon a la sed insaciable de su bestialidad, por mucho que ahora nos los pinten a esos moriscos como corderitos mansos, lo que ocurrió quedó plasmado en las crónicas y allí lo que constatamos es que bien que se gozaban con la sangre de nuestros antepasados. Pero, una vez distorsionada la verdad histórica, casi prácticamente hasta alcanzar el grado de "dogma" políticamente correcto, la Alpujarra ha pasado de esta manera, en el imaginario anti-español, a ser el paisaje de las crueldades cometidas por los ejércitos de Felipe II, por mucho que la historia verdadera sea lo contrario: las Alpujarras, en manos de aquellos sectarios fanáticos, se convirtieron en auténticos campos de tortura y exterminio al aire libre, y sus bellos paisajes se tornaron en macabros mataderos en que los moriscos masacraron a sus vecinos cristianos. Muy pocos han sido los valientes que han dado un paso al frente, reconstruyendo la verdad histórica y debelando este peligroso mitologema, propalado incluso por series televisivas de dudosa fiabilidad histórica.
Los laboratorios ideológicos de la izquierda, avezados en falsificar sistemáticamente la historia, se apresuraron a reclamar la "herencia morisca", como si la derrota de los Aben Humeya y sus hordas sanguinarias de moricos fuese algo así como la anticipación o prefiguración de la derrota del Frente Popular en 1939, con parejo victimismo cínico y mendaz la izquierda ha vuelto a falsificar la Historia de España con el capítulo de los moriscos. Y, no obstante, digamos que en cierto modo no podemos regatearle a esa izquierda -que por más leída no es más intelectual- que, existieron -eso es verdad- asombrosos paralelismos entre el conflicto morisco y la Guerra Civil de 1936-1939: los moriscos, al igual que los milicianos rojos después, tenían la misma vesánica costumbre de asesinar salvajemente a cuantos confesaran el nombre de Cristo.
Pero ya es hora de reintegrar las Alpujarras como suelo hispánico, tan hispánico como Covadonga o los recónditos parajes vascones, aquellos confines adonde no llegaron a pisar las babuchas moras. Si se ha exagerado el ambiente moruno de las Alpujarras, pese a haber sido colonizadas por españoles "cristiano viejos" (como mis mismos antepasados) tras el aplastamiento de los moriscos, es el momento de reivindicar las Alpujarras como espacio de resistencia contra la morisma invasora que nos ocupó durante largos siglos de tinieblas. También, digámoslo, pese a lo que puedan creer algunos incautos, la suerte de los moriscos no se decidió tras la pacificación de las Alpujarras, pues fueron reubicados en la Península hasta su posterior expulsión definitiva por Felipe III. Hasta ahí llegó la clemencia de nuestro Rey Prudente, el nunca justamente alabado Felipe II.
MOZÁRABES ALPUJARREÑOS POR SU LIBERTAD
El presunto "hispanista" Gerald Brenan -digo "presunto", y muy pronto lo verán ustedes- escribió "Al sur de Granada", prontuario de tópicos sobre las Alpujarras que insisten sobre el aire moruno de este país del Reino de Granada. Estos tópicos que troquelaron los viajeros románticos y este tal Brenan van repitiéndose por doquier, ignorándose las más de las veces su espuria procedencia. En este libro de Brenan, inspirado a raíz de su estancia en Yegen en los años que van de 1920 a 1934, el guiri ofrece pasajes antológicos que se anticipan al posterior "Mito de las Tres Culturas". Para muestra, un botón:
"Los visigodos ocuparon el lugar de los romanos y, después, en el 712, llegaron los árabes, que establecieron un gobierno más justo y más tolerante. Los intrigantes nobles y los terribles obispos cedieron ante una religión que, por lo menos, intentaba llevar a la práctica los mandamientos de su fundador. La rápida conversión de la mayor parte de España al Islam demuestra que la pesadilla había terminado" ("Al sur de Granada", Edición de "Siglo XXI de España Editores", pág. 221.) La negrita es nuestra: gobierno justo y tolerante el de los árabes... la pesadilla (se refiere a la España visigoda, cristiana y europea) había terminado... Con semejantes afirmaciones, Gerald Brenan pasa para nosotros directamente al cajón de los imbéciles, cuando no al de los embusteros enemigos de España.
Como ustedes puede ver, este texto que escribió Gerald Brenan desmiente con esos plumazos la tontería que afirma que dicho escritor inglés pueda ser considerado "hispanista", pues tamaña aberración como la que sostiene no la puede decir nunca un hispanista, un amigo de España; esa torpe mentira sólo puede proclamarla un enemigo de España. Por eso será que la progresía española -también lo de "española" es un decir- encaramó a Gerald Brenan al renombre que no mereciera entre los españoles bien nacidos. Después vendría el otro, el Ian Gibson... Otro pseudo-hispanista de pegote.
Y, después de esas paparruchadas, nada tiene que decirnos Gerald Brenan de la numantina resistencia de los mozárabes alpujarreños. O no lo sabe, o calla... como una puta.
ALPUJARRAS: LA COVADONGA MERIDIONAL POR DESCUBRIR
Es aquí cuando nos toca destacar que el hecho de la resistencia mozárabe contra el Islam en las Alpujarras, así como en otras partes de al Andalus, constituye un hecho histórico incontrovertible. La razón de su incuestionabilidad nos la dan las mismas fuentes árabes que atribuyen a las comunidades cristícolas -mozárabes- de Granada los correos clandestinos que llegaron a Alfonso I el Batallador, Rey de Aragón, invocando su clemencia para venir a Andalucía y liberar a las comunidades mozárabes. "Los mozárabes, bajo el mando de Ibn Al-Qalas, se ofrecían a proporcionar combatientes al rey aragónes si se atrevía a marchar sobre Granada, no menos de doce mil, encuadrados y disciplinados" -apunta José Ángel Lema Pueyo en su magnífica biografía de "Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y Pamplona (1104-1134)"; libro imprescindible para el conocimiento de este formidable Rey Cruzado.
Alfonso I el Batallador acudió a la llamada, corrió y estragó las tierras andalusíes y de regreso a Aragón llevó consigo a un enorme contingente de mozárabes con sus familias que huyeron de las represalias de sus dominadores musulmanes.
Las Alpujarras merecen el nombre de levantiscas, pero no lo fueron tan sólo para Felipe II. País montuoso y riguroso, las Alpujarras fueron una reserva hispánica que permaneció prácticamente inalterada tras el 711, hasta que tras la incursión aragonesa de Alfonso I el Batallador los tiranos islámicos exterminaron a la población autóctona, deportando a una gran cantidad de mozárabes supervivientes al norte de África. El abuelo del filósofo Averroes aportó la idea: exterminio y deportación para los cristianos aborígenes. El nieto de esa mala bestia tiene una estatua en Córdoba, aunque nos queda el consuelo de que también conoció el destino que su abuelo dictó para nuestros antepasados.
Es hora, ya digo, de que esa facción de la juventud culta y audaz, la que todavía pueda quedar en España, tome en serio estas cosas y acometa una labor de investigación histórica que ponga las cosas en su sitio, apartando las mentiras perniciosas que han fabricado los enemigos de España, empezando por las Tres Culturas. Ojalá muchos jóvenes historiadores que sabemos que nos siguen y leen se animen a realizar tesis doctorales sobre asuntos como este que dejamos aquí esbozado. Es hora también, de que los alpujarreños contemporáneos se rebelen contra la ficción histórica que le han prefabricado los agentes políticos y culturales que trabajan, día y noche, por la destrucción de nuestra identidad. Es hora de reclamar el legado de Ibn al-Qalas, aquel que llamó a Alfonso I el Batallador para que el fuerte aragonés viniera a liberar a los mozárabes, cautivos en su propia patria y sometidos al extranjero.
BIBLIOGRAFÍA:
"Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y Pamplona (1104-1134), José Ángel Lema Pueyo, Ediciones Trea, Gijón, 2008.
"Los moriscos del reino de Granada", Julio Caro Baroja, Alianza Editorial, Madrid, 2003.
"Al sur de Granada", Gerald Brenan, Siglo Veintiuno de España Editores, Madrid, 1993.
"Descripción del reino de Granada sacada de los autores arábigos", F. J. Simonet, Granada, 1872.
"La geografía de la Península Ibérica en los escritos árabes", J. Alemany Bolufer, en Revista del Centro de Estudios Históricos de Granada y su reino, 9, 1921.